EL GALPÓN
EL GALPÓN Mi esposa falleció el invierno pasado. Fue el puto cáncer. El de pulmón. Y si les digo que ella probó nada más que diez cigarrillos en toda su vida, les estoy mintiendo. Jamás fumó. Ni uno solo. Jamás. Pero el cáncer no hace distinciones. Todo el mundo sabe eso. Tenía dos años menos que yo, 68, cinco de los cuales se los pasó luchando enfurecidamente contra la enfermedad. De más está decir que perdió la batalla, pero lo que sí quiero decir es que me llenó a mí de un orgullo enorme el verla pelear así. “No te quedes triste cuando me vaya, Antonio”, me dijo una noche mientras cenábamos. Y cumplí con su pedido. No estoy triste, no quedé triste; más bien es un montón de vacío lo que en realidad siento. Y la echo de menos desde que me levanto hasta que me acuesto. Y a decir verdad, también la extraño en sueños. A mi esposa nunca le gustó el galpón del fondo. Decía que era un intento estúpido de mi parte para juntar las cosas y porquerías que se compran de viejos. Ah, cl...