DADIVAN
Relatos Reunidos
LA HORA ROJA
Estaba descalzo. De eso sí me acuerdo. De lo que sucedió antes y después no. Pero sí recuerdo haber estado descalzo porque en las plantas de mis pies sentía el calor del pavimento. Me llevaban caminando. Y yo caminaba, ciego y sordo. Y en la boca sentía como si mi lengua hubiera aumentado de tamaño hasta convertirse en una pelota de tenis. Una vieja, sucia y podrida pelota de tenis. Me alegro de todo lo que puedo recuperar en mi memoria. Lo que recuerdo es tan cierto como lo que me llevó a olvidarme de todo. Sí.
Y ellos.
Ellos se burlaban de mi desnudez, de mi fragilidad casi absoluta y de mi convalecencia. Nos quieren ver muertos. A todos los que arribamos aquí en nuestra misión de observar los métodos que Ellos tienen para vivir sin oxígeno ni líquidos de ninguna clase. Por Dios. Estaban todos metidos en sus pequeños capullos, esperándonos a nosotros, los que íbamos a ver qué sucedió en este lugar antes de que no quedara más oxígeno ni agua. El agua. Eso nos dejó vulnerables y temerosos, porque la cantidad que llevábamos en almacenamiento se acabó tan rápido que nos vimos obligados a establecer un contacto, un canal de comunicación que nos permitiese saber si nos iban a matar o qué. Supongo que todos están muertos. Menos yo. Estoy escribiendo esto en una habitación de color rojo arena, de suelo esponjoso. Hay un pacto. Recuerdo que me obligaron a hacer un pacto: me dan dos jarrones con sangre para beber por día. Pienso que ni un vampiro estaría conforme con ello. Sangre. Es el único líquido que me ofrecieron a cambio de permanecer en silencio. No toleran el sonido de la voz humana. Y mis ojos. Llevo un grueso vendaje porque me los arrancaron. Pusieron tierra seca con larvas en mis oídos. Para que al morir las larvas dentro por la falta de oxígeno, me dejasen sordo. No soy nada. Fui un buen soldado, me gusta pensar. Pero he quedado reducido a nada.
Y utilizo uno de los jarrones diarios para escribir. Con sangre como tinta, sobre la túnica que me dieron como única vestimenta. Ya está. Ya llega la hora de mi recompensa por tanto sufrimiento. Llega la hora de mi ejecución. Me han examinado de pies a cabeza, por dentro y por fuera. Palpo mi piel y es como arena seca. Porosa. Con pellejos que se desprenden casi al rozarlos. No sé cuánto llevo aquí despierto. No recuerdo cuándo dormí por última vez. Días. Tal vez una semana terrestre. O dos. No lo puedo saber. El tiempo ya no es más tiempo. Quizá hayan pasado solo algunas horas. Mis manos aún responden para escribir sin sentido de la vista, pero no estoy seguro de poder lograrlo. No. Tal vez todo sea parte del mismo terreno, del aire sofocante mezclado con algo de oxígeno que me envían por encima de la escafandra. Tal vez este acto natural de estar escribiendo con la oscuridad como testigo sea una ilusión, alucinación creada por mi fatigada mente. Vendrán a buscarme y llevarme al sitio donde espero morir al fin y al cabo. Porque, oh sí, nunca fuí muy religioso pero sé que no hay dioses aquí. Aquí no existen nada más que el polvo de arenilla y el trozo de hueso extraño con algo que es como carne seca adherida. No sé con qué clase de animal o criatura me están alimentando. No creo que haya pasado un día sin vomitar. ¿Es de noche? Imposible de saber. ¿Cuántas palabras he podido escribir hasta ahora? ¿Y cuántos huesos secos para usar como pluma? No lo sé. Siento, en mi silencio absoluto, que algo se mueve en mi canal auditivo, algo que intenta salir de ahí. Mejor no pensar. Sólo lo que mis manos escriben. La izquierda ya ha perdido toda sensibilidad. La derecha aún no, porque escribe. Me duelen las raíces de las muelas y los dientes. Mi cuello ya no quiere sostener mi cabeza.
¿Vendrán?
Ya está.
Madre, perdóname.
Ya deben de venir por mí.
Porque la sangre que he estado bebiendo y con la que escribo, es la mía.
*** *** ***
EL VIGILANTE
Alguien hablaba cerca, o tal vez era un murmullo dentro de mi cabeza, como si una multitud invisible estuviera reteniendo el aliento a medida que yo avanzaba. Pasos. Manos. El aire vibrando. Y ese calor bajo los pies, insistente, como si la ciudad entera hubiera decidido arder solo para mí.
El mundo había empezado a quebrarse mucho antes de aquel momento, aunque yo no lo supe entonces. Uno nunca se da cuenta del comienzo del horror; lo reconoce cuando ya lo tiene adherido a la piel, como un olor que no se puede lavar. Mi historia, si es que merece ese nombre, empezó hace décadas, antes de los vacíos, las voces y los lugares que no deberían existir. Empezó en una casa pequeña de provincia, un verano demasiado brillante, con el llanto de un recién nacido y el presentimiento de que el mundo estaba más lleno de grietas de lo que cualquiera quería admitir.
Los primeros años siempre tienen una claridad engañosa cuando se los recuerda desde la adultez. El sol cae de otra manera, los objetos tienen bordes más definidos, y la muerte es un concepto ajeno, algo que se ve en la televisión y no en el comedor de tu propia casa. Pero mis pérdidas llegaron temprano. No tuve tiempo de fabricar la ilusión de que la vida era un terreno firme. Desde pequeño supe que todo podía derrumbarse sin previo aviso. Primero la enfermedad que se llevó a un familiar cuyo rostro recuerdo más por las fotos que por la memoria real. Después, un accidente. Después, la clase de silencio que se instala en las casas donde queda gente viva, pero no entera.
Si uno crece en un entorno donde la realidad parece tener rajaduras, se vuelve experto en escuchar lo que los demás no oyen. Y yo escuchaba. No voces, no entonces, sino respiraciones, tensiones, como si las habitaciones conservaran el eco de quienes ya no estaban. A veces me levantaba en la noche y caminaba hacia la puerta del pasillo, mirando la oscuridad, sintiendo que alguien había pasado segundos antes. No sentía miedo, al menos no en el sentido tradicional. Sentía… atención. Algo me miraba, incluso cuando yo no lo veía.
Mis padres hacían lo posible por mantenerme en la superficie de la vida. A mi alrededor todo seguía: la escuela, la música que comencé a estudiar temprano, las primeras letras improvisadas en un cuaderno que aún conservo. Pero la música no era solo música para mí. Era una manera de escuchar esa otra vibración que siempre estaba en el aire. Cuando tocaba la guitarra, cuando escribía, algo respondía. No en palabras, sino en sensaciones: un peso en el ambiente, una presencia que se inclinaba hacia mí para ver lo que hacía.
Con los años, aprendí a convivir con eso. Crecí, me metí de lleno en el arte, en los escenarios, en las calles, en las historias que uno junta sin querer cuando vive demasiado atento. Pero también crecieron otras cosas: pequeñas sombras que de vez en cuando se arrastraban por el borde de mi visión, sueños que parecían demasiado reales, y un tipo de intuición que no sabía si era don o condena.
Una noche —años antes de la escena del pavimento caliente— tuve un sueño que no era sueño. Yo estaba en una habitación larga, angosta, con paredes húmedas que parecían respirar. Había una puerta al final, ligeramente entreabierta. Detrás de ella, alguien lloraba. Caminé hacia allí sin curiosidad, como si ya supiera lo que iba a encontrar. Pero cuando la empujé, no había nadie. Solo un espejo. Y en el espejo, detrás de mi reflejo, la figura difusa de un niño descalzo. Tenía los pies negros, como cubiertos de ceniza. Me miraba sin parpadear. Cuando intenté hablarle, la habitación se quebró. Literalmente. Se partió en fracturas que parecían raíces de un árbol podrido.
Me desperté sudando, con el corazón desbocado. Pero lo que verdaderamente me paralizó fue el detalle: el niño estaba descalzo, pero el suelo no era de cemento, sino un pavimento oscuro que parecía absorber el calor. Exactamente la misma sensación que años después sentiría en aquel episodio, cuando me llevaban, ciego y sordo, sin saber quién o qué me conducía.
Nunca conté ese sueño. Hasta hoy.
La música y la literatura fueron mi forma de mantenerme cuerdo. O eso creía. Porque cada vez que más profundo entraba en mis propias creaciones, más cerca sentía esa otra presencia. No era un fantasma, no era un demonio, no era un recuerdo. Era algo mucho más antiguo, algo que no tenía rostro, pero sí hambre. Y no hambre de carne. Hambre de experiencias, de historias, de emociones humanas. Hambre de conciencia.
Yo siempre había pensado que los artistas inventan mundos, pero con el tiempo descubrí que algunos artistas, los que nacen con una grieta de nacimiento, no inventan nada: escuchan. Registran. Son antenas involuntarias de algo que vive al costado de la realidad, esperando una fisura para entrar.
Mi fisura se abrió una noche en que escribía. La casa estaba en silencio, excepto por el sonido repetitivo del ventilador. Afuera, la ciudad dormía. Yo escribía una escena cualquiera, una que ahora no recuerdo, porque lo importante no era el contenido, sino lo que ocurrió a las 3:17 de la madrugada. Primero, el ventilador se detuvo. No pasó de un giro a cero: se detuvo como si le hubieran arrancado el tiempo. Luego, un susurro. No dentro de mi cabeza: detrás de mí.
—No estás solo.
La silla crujió cuando me di vuelta. No vi nada, pero el aire tenía densidad. Olor a humedad vieja. Y un viento muy leve, como el que hace una figura al acercarse demasiado rápido.
Volví la vista al cuaderno y lo vi.
Una frase escrita con mi propia letra, aunque yo no la había escrito:
"Estaba descalzo."
Tres palabras. Nada más. Tres palabras que venían de un futuro que aún no había vivido.
Cerré el cuaderno. Lo guardé en un cajón. Apagué la luz. Intenté dormir.
Pero el sueño no vino. Lo que vino fue la certeza de que algo me estaba siguiendo, algo que había estado conmigo desde siempre, desde los silencios de mi infancia, desde la música que parecía atraer vibraciones que no pertenecían a este mundo.
Con los años, aprendí a vivir con ello. Es como vivir dentro de un relato de Lovecraft. Hice lo que tenía que hacer. Compartí, escribí, amé, perdí, viajé, regresé. Había días en que me olvidaba por completo de esa sombra. Otros días, en cambio, era imposible ignorarla. Me rozaba la nuca, me hablaba en sueños, me dejaba mensajes en lugares donde solo yo podía encontrarlos.
Y entonces llegó aquella noche.
El sueño caliente. El andar obligado. Las manos sujetándome. La lengua como un animal extraño en mi boca. La sensación de avanzar hacia un punto inevitable.
Cuando recuperé algo de visión, aunque fuera borrosa, supe que no estaba en un hospital ni en una calle conocida. Estaba en un espacio amplio, blanco, iluminado de una forma que no provenía de lámparas. La luz era… orgánica. Respiraba. Latía.
Una mujer hablaba cerca. Yo no entendía sus palabras. Era como si su voz estuviera filtrada a través del agua. Pero había algo en su tono que me resultaba dolorosamente familiar. Lo reconocí antes de entenderlo: era la tristeza profunda de quien ha visto demasiado.
—Volvió —dijo alguien más, a la derecha—. Él volvió.
Quise hablar, pero de mi garganta no salió nada. Sólo un ronquido, un sonido húmedo.
Alguien se inclinó sobre mí. Era un hombre, con ojos tan oscuros que parecían pozos.
—Te queda poco tiempo —me dijo.
Dije que quería levantarme, que quería saber qué pasaba, pero no sé si mis palabras realmente existieron. Él pareció entenderlas igual.
—El vigilante te encontró —continuó—. Y cuando el vigilante te encuentra, es porque te está reclamando.
La palabra vigilante resonó en mi cabeza como un eco demasiado antiguo. Intenté recordar si la había escuchado antes. El hombre notó mi esfuerzo.
—No intentes resistirte. Es inútil. Fuiste marcado desde el principio.
Me tomó las manos y las puso sobre mis propios pies descalzos. El calor era insoportable, como si caminara sobre un desierto en plena combustión. Mis pies estaban negros, como los del niño del sueño.
La mujer volvió a hablar, esta vez más cerca. Sentí su mano en mi frente.
—No lo dejen verlo todavía —dijo—. Podría quebrarse.
Pero ya lo estaba viendo. O sintiendo. O recordando.
El vigilante no tenía forma. O tenía demasiadas. Era una sombra que respiraba, un recuerdo que destilaba oscuridad. Una figura que había estado en mis sueños de infancia, en mis pérdidas, en mis silencios, en mis canciones, en mis escritos. La presencia que había llenado mis habitaciones, los ecos que escuchaba cuando era niño, las frases que aparecían en mis cuadernos, los susurros detrás de mi silla.
Siempre fue Él.
Siempre estuvo allí, esperando que creciera, que me fortaleciera, que mis emociones adquirieran un sabor definido, para finalmente reclamar lo que era suyo desde el principio: mi conciencia.
No sé cuánto tiempo estuve en aquel lugar. Minutos, horas, años. El tiempo se comportaba como una gota que caía hacia arriba. Los rostros se movían alrededor mío como si estuvieran bajo el agua. La mujer lloraba en silencio. El hombre con los ojos oscuros repetía frases en un idioma que no conocía. Y el vigilante… respiraba. Me rodeaba. Me examinaba. Se recreaba en mi miedo.
—¿Por qué yo? —alcancé a decir, o tal vez solo lo pensé.
La respuesta vino de todas partes.
—Porque siempre fuiste mío.
El aire se quebró. La luz se apagó. Y entonces lo vi.
No a Él. No al vigilante.
Me vi a mí mismo.
Descalzo, de pie sobre una superficie que no era pavimento, ni cemento, ni tierra. Era carne. Carne palpitante, caliente, oscura. Yo caminaba sobre una lengua gigantesca que se extendía hacia un vacío infinito. Mis pies ardían, no por el calor, sino por el reconocimiento. Yo ya había estado ahí. Ese era el lugar entre los sueños y la muerte, entre la realidad y la grieta. El lugar al que todos vamos sin saberlo, una y otra vez, cada vez que perdemos algo, cada vez que soñamos algo imposible, cada vez que sentimos una presencia cuando estamos solos.
Vi mi rostro en la distancia. Estaba pálido, con los ojos hundidos, con una expresión de alguien que finalmente entiende qué lo ha seguido toda su vida. Aquel “yo” abrió la boca, y su voz —mi voz— se filtró por toda la oscuridad:
—No intentes escapar. No hay afuera.
Eso fue lo último que recuerdo antes de que la luz volviera, antes de que la mujer me soltara la frente, antes de recuperar mis sentidos.
Desperté en mi cama. Mi habitación. Mis cosas. El ventilador, otra vez girando. Todo en su lugar.
Pero había algo más.
Mis pies.
Negros. No de tierra. No de la mugre.
De ceniza.
Y una frase escrita en la pared, con mi propia letra, pero demasiado alta como para que yo la hubiera alcanzado:
"Cuando el vigilante despierte del todo, no vas a poder volver."
A veces pienso que nada de aquello fue real. Que fue un delirio, un sueño febril, una mezcla de mis… mis miedos, o mi creatividad, mis insomnios. Pero entonces camino. Siento el suelo. Y el pavimento arde bajo mis pies, incluso cuando está frío.
Sé que Él sigue ahí. Sé que espera. Sé que la grieta está abierta.
Y sé que algún día, cuando esté demasiado cansado, demasiado débil, demasiado distraído, el vigilante despertará por completo. Y entonces no habrá música, ni historias, ni recuerdos, ni mundo al que aferrarse.
Solo Él.
Y mis viejos pies avanzando hacia el lugar donde no existe el afuera.
*** *** ***
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