LA CASA
LA CASA
1
Redunda en importancia el hecho de que tengamos que atenernos a absorber lo que sea que encontramos online. Internet se puso en práctica allá por los tramos finales de la Segunda Guerra Mundial. No sé con certeza si fueron los nazis del endemoniado Hitler, o los rusos, o bien los norteamericanos, los que la inventaron. Carece de relevancia ahora.
Mi abuelo era contemporáneo a aquella época. Nació en 1910, en Italia. La vieja y sucia Italia del siglo XX, cuyos emigrantes vinieron a buscar un lugar para ellos en América. Mi abuelo llegó en un gran barco repleto de individuos que, como él, escapaban de la espantosa guerra. No me acuerdo en qué año arribó a este país.
Lo que quiero contar es lo que sucedió cuando él se casó con mi abuela, también de origen italiano y que, de hecho, como descubrieron ellos mismos para su agrado, habían venido en el mismo barco. La población de América Latina en particular se vio incrementada de forma notoria con el arribo de los europeos. Supongo que fue el verdadero origen de la globalización, antes de la omnipotencia de Google, la inteligencia artificial y todos los juguetes nuevos.
Mi abuelo puso un pequeño pero hermoso restaurante en el centro de la villa donde se había instalado a vivir. Él y mi abuela manejaban prácticamente solos el negocio, que alcanzaba para mantener a las dos numerosas familias. Mi abuelo se encargaba de la caja y de llevar los números, y mi abuela cocinaba. Y atendía las mesas —pocas mesas, unas cuatro o cinco, no lo recuerdo con precisión ahora— una muchacha joven, de unos 25 años, según la trae mi memoria a este momento.
La comida era excelente. De primera calidad. Todo lo que se hacía era un verdadero manjar. Por eso tenía éxito y siempre, desde que abría a las once de la mañana hasta las dos de la madrugada que cerraba, el local permanecía repleto de comensales. La gente esperaba una hora, una hora y media, para conseguir una mesa. Yo, con cinco o seis años, revoloteaba por entre las mesas y los que esperaban pacientemente poder sentarse a comer algo de las delicias que preparaba mi abuela. A veces, yo me metía en la cocina y me robaba un pedazo de pan y un pimiento.
—¡Salí de acá, sabandija! —me retaba mi abuela. Pero eran retos con una carga de cariño muy particular, muy especial, que solo ella sabía brindar.
Y lo digo porque, ya un poco más grande, cuando venía de la escuela me metía al negocio a descansar, comer algo y recapitular el día. Por lo general, me servía ella misma el plato en la mesa, como si fuera el comedor de la casa y no un negocio abierto al público.
La moza, o mesera, que mencioné antes, siempre me trataba de la mejor manera. Era una hermosa mujer. Cerca de los treinta años ya cuando yo era un adolescente. Y me solía mirar mucho. Me observaba entrar y sentarme, en lo posible en la mesa de la ventana, y me traía de inmediato un vaso de soda bien fría, como a mí me gustaba. Creo que coqueteaba un poco conmigo, si se quiere. O tal vez sólo estaba jugando. Qué sé yo. Era hermosa, como dije. Pero jamás se la veía en compañía de ningún hombre o muchacho de su edad o de su mismo mundo, de su mismo lugar. Trabajaba casi catorce horas, seis días por semana, y siempre llegaba sola y se retiraba sola.
Un día que llegué del colegio más tarde de lo habitual —no me acuerdo por qué razón—, la encontré en la cocina con mi abuela. Estaba llorando. Me detuve en la puerta y escuché.
—Me van a arruinar la vida, doña Victoria. La vida entera… No lo puedo creer… —lloraba la muchacha.
Se llamaba Silvina. Silvina Silioni. Era italiana, como nosotros. Sus padres habían muerto cuando era niña y había quedado a cargo de su tía, una misteriosa mujer para nosotros, que era costurera y bordadora de prendas de vestir, un oficio que desapareció con los años. Nunca la habíamos visto a la tía. Mimí era su nombre.
Silvina lloraba y le contaba a mi abuela que los de una compañía financiera que unos años atrás les había otorgado un préstamo, ahora querían quitarle la casa donde vivía con su tía. Y como no tenían dinero para cancelar la deuda, estaban ahora en ese aprieto. Una desgracia. Mi abuelo me vio ahí, parado en la puerta de la cocina y me hizo el gesto de montoncito con los dedos.
—¡Eh! ¿Qué cosa hace? —exclamó desde el pasillo—. Non fare dio santa, eh… —o algo parecido a eso, en italiano.
—¡Shhh! —se escuchó a mi abuela—. Que la chica está mal. ¡Afuera, afuera los dos! ¡Vamos! ¡Afuera! Y tante callato… —dijo. Y cerró las puertas que daban al salón.
Yo me retiré despacio para no meter bulla, pero Silvina continuaba llorando y contándole a mi abuela todo lo que le sucedía, repitiendo que esa casa era lo único que poseían las pobres mujeres. Estaba desconsolada. Supongo que el temor latente de que te arrebaten tu casa debe de ser muy estresante y desconsolador. Sobre todo si no aparece una ayuda a la vista. Debía de ser terrible para aquellas dos mujeres solas, sin ningún hombre alrededor.
Ahora , a mis sesenta y tres años de edad, las cosas como los recuerdos, o qué clase de sentimientos afloran a la superficie, a veces son momentos difíciles de tragar. O más de lo acostumbrado por lo menos. Pensando en hoy, el motivo principal por el cual se casa una pareja, del género que sea, es más bien aumentar la dote para frenar la bronca del posterior e inevitable divorcio. No Estado. No leyes. No religión. Parece un poco el mundo que imaginó John Lennon. Algo así se me cruza por mi fatigada mente ahora. ¿Qué significa un hombre y su mujer, su esposa, para una generación tan individualista como la nuestra, en el siglo XXI? La tecnología es la compañera. Bueno, es un tema más filosófico y delicado, tal vez para otro momento.
Luego de la escena del llanto de Silvina, me daba en la cabeza que tenía que hacer algo. No sabía qué. Ayudarla. Se notaba que estaba en un verdadero aprieto. Muy serio, además. Pero pasaron días sin que se me ocurriese nada en absoluto. Nada. Yo no contaba con dinero alguno. La suma más importante que manejaba era para la merienda y el colectivo.
Había, sin embargo, una posibilidad prohibida de conseguir dinero sin tener que pedir prestado a nadie. Bah, a nadie es una forma de decir.
Los hombres de la casa al final de la calle.
La Mafia, para ser más explícitos. La mano negra. Y en el momento en que se me ocurrió este pensamiento, me reí de mí mismo. ¿Qué demonios iba a hacer yo, con 17 años, tratando de saber cómo obtener dinero de aquellos hombres? Eran terribles. Todo el barrio les temía. Solo cuando pasaban una vez a la semana para cobrar su parte a los negocios -a cambio de protección- se les veía en persona. Lo demás eran chismes y habladurías. Leyendas. Mitos. Mi abuelo decía, cada vez que se mencionaba la presencia de aquellos hombres, que en 27 años nunca había sido ni robado ni agredido ni nada, debido a la protección de los hombres de la casa al final de la calle. La puerta gris y verde. La penúltima vivienda antes del límite con el barrio Portugués. A nosotros nos tenían prohibido ir hasta ahí, o jugar cerca de aquella casa. Jugábamos solo en las dos cuadras que estaban iluminadas de noche. Los hombres al final de la calle vivían en la parte sin iluminación. Y de día estábamos todos en el colegio.
Ahora bien, un lunes feriado —me acuerdo de eso claramente— decidí ir a echar un vistazo calle abajo. Solo acercarme hasta ahí para ver qué era qué. Bajé entonces por la calle y me dirigí a la puerta gris y verde. Pero cuando llegué y golpeé, me desalentó el hecho de que nadie me atendió. Golpeé de nuevo, esta vez usando los nudillos de la mano para que sonase más fuerte. Y nada. Miré entonces calle arriba, donde se veía la casa de mis abuelos, junto al negocio, que se encontraba cerrado ese día feriado, y retrocedí unos pasos. Alcé los ojos para ver el piso superior. Había una ventana. Y justo mientras la miraba, se encendió una luz.
De inmediato cambié de opinión y me apresuré a caminar de vuelta. Me entró miedo. ¿Qué iba a decir acaso si alguien me hubiese atendido?
El señor Julio, Don Julio, era el que pasaba todos los sábados por la mañana por el negocio y trataba sus asuntos con mi abuelo.Don Julio, o “el genovés”, como se lo conocía, vivía en la amplia casa al final de la calle.
Cuando había caminado casi hasta la esquina, escuché un aplauso, clap clap clap, que venía de atrás mío. Me detuve y giré. Don Julio, “el genovés”, me hacía señas para que fuera. Levanté la mano y le mostré la palma en gesto de saludo.
—¡Eh! ¡Qué cosa hace! Ven aquí, ven…
Algo me decía que no fuera, que abandonase inmediatamente la estúpida idea de verme con aquel hombre y me fuera a mi casa. Ya. Solo tenía que doblar la esquina.
Clap, clap, clap.
Mientras estaba ahí, observaba al genovés mirándome, con los brazos en jarras. En lo que me pareció un montón de tiempo —tal vez un minuto—, los dos nos miramos el uno al otro desde esa distancia. El genovés hizo un ademán de impaciencia y se rascó la pera. Entonces fui calle abajo a su encuentro. Ya estaba ahí, ya había hecho el contacto, ya no tenía opción. Si no acudía, lo tomaría como una falta de respeto. Y nadie quiere eso cuando se trata de la Mafia. Sea en el barrio donde se vive, en América, en Sicilia o en Nueva York. No se juega con esas personas.
Me acerqué con paso firme, sorprendido de mi propia valentía. Cuando llegué a la vereda de la casa, el genovés levantó la mano. Me detuve a unos tres metros de la casa.
—¿Cómo te llamás? —me preguntó.
—Soy Santino, el nieto de don Carlo —le dije—. Vine por mi cuenta, para saber si podía preguntarle una cosa, nada más.
—¿Eh? ¿Qué cosa querés?
Suena un poco agrio al escribirlo, pero el tono de su voz y su rostro eran amistosos.
—¿Puedo hablar con alguien? ¿Con usted, o alguien que me pueda prestar atención un rato?
—Mmmh…
—Por favor —agregué.
El genovés emitió un suspiro. Hacía mucho calor aquella tarde. Como 35 grados. Descubrí que estaba empapado en sudor y que mis manos se sentían pegajosas.
—Adentro —me dijo.
Y esperó a que yo entrase para luego entrar él detrás mío. Un sudor frío me recorrió la espalda. Estaba dentro de la casa al final de la calle.
2
La primera habitación era un living comedor y estaba en penumbras. La que le seguía era un salón con una escalera que llevaba al piso superior. Ahí me hizo sentar el genovés: en una mesa de seis sillas, amplia y muy limpia, con un vidrio que cubría toda la superficie. Me ofreció entonces algo para tomar: un café, un té, mate; qué quería, me dijo. Él preparó un martini con dos aceitunas que bebió de un solo trago antes de prepararse otro igual y sentarse frente a mí. Yo le dije que no quería molestar. Me dijo que no era ninguna molestia y me calentó un poco de café ya hecho.
—Bueno, gracias. Mis padres no me dejan tomar café. Solo mi abuela me da algunas veces, cuando me ve cansado a la vuelta del colegio —le informé esto para establecer una conversación más que cualquier otra cosa.
—¡Bah! —dijo, haciendo el ademán de indiferencia tan característico—. Un chico, sí. Pero vos ya sos un hombre, ¿o no? Bebé el café. Está buono. Bebé…
Y la verdad es que sí estaba “buono”. Me bajó por el estómago en una ráfaga y subió a mi cabeza de inmediato, dejándome la sensación de haber adquirido superpoderes. Mi lengua se desató y comencé a hablar de corrido, como si estuviera leyendo un libro de texto.
El genovés me escuchaba y asentía con la cabeza. Emitía un suspiro de vez en cuando. Finalmente, luego de haberme escuchado por unos cinco minutos, exclamó:
—¡Eh! ¿Y cómo se llamaba esa compañía, la que le prestó el dinero, eh?
—No lo sé, don…
—Julio.
—Don Julio. Pero puedo averiguar algo si usted me deja, a ver si puede ayudarme… Vea, esta chica, Silvina, y su tía, no tienen nada. No tienen más que sus trabajos y esa vieja casa… y, por lo que sé, vale seguro mucho más que el crédito que adeudan…
—Mmmh, sé, sé. Seguro, seguro que valere mucho más —asintió el genovés—. Ahora, decime, ¿qué tiene que ver vos con todo esto, eh? ¿La muchacha es tu novia, tu amiga? ¿Estás enamorado de ella acaso?
Encendió un cigarrillo que sacó de una cajita de metal azul. Eran negros, como los que fumaba mi padre. Le dio una profunda calada y luego exhaló el humo hacia el techo. Yo me había quedado callado ante la pregunta tan directa y personal. No la había visto venir. No sabía qué demonios contestar. El efecto del café se me estaba esfumando en ese momento.
—Bueno, yo… eh… no, nada de eso, Don Julio, es que… —Me entraron ganas de llorar, como un niño que ha sido sorprendido en una travesura y no sabe qué hacer—. Es que, si mis abuelos se quedan sin ella para que atienda el negocio, van a quedar devastados. Jamás encontrarán a alguien como ella…, si me entiende usted.
—Entiendo, yo entiendo. Déjame decirte una cosa: ve a tu casa y pregúntale a tu mamá o a tu abuela si conocen el nombre de la compañía financiera esa, la que quiere embargar la casa de la mujer. Y luego ven mañana a esta hora y dime lo que sepas, ¿eh? ¿Capisce?
Salí a la tarde-noche ya, con la sensación de que algo se había iniciado ahí con el genovés; algo se había encendido y continuaría hasta un final que solo los escritores de novelas policíacas saben. Yo leía mucho de ese género. Dashiell Hammett y Raymond Chandler eran mis favoritos.
El genovés me despidió cortésmente y me tendió su mano para que se la estrechase. Fue un firme apretón. Como entre dos hombres, y no un hombre y un niño-adolescente.
Cuando llegué a mi casa, subí a mi habitación y me tiré de espaldas sobre mi cama. Encendí el ventilador y me puse a reflexionar sobre todo el asunto. ¿Para qué me había metido en esto? Silvina no era ni mi novia ni nada. Solo me apuró la conciencia. Solo necesitaba saber cómo ayudar a alguien que era buena persona y que se encontraba en un lío. Alguien que trabajaba honestamente y que era importante para mi familia. Eso era todo, me respondí a mí mismo, y me perdí en mis propios pensamientos.
3
Si hubiera habido Google en aquella época, todo habría resultado muchísimo más fácil. Hubiera encontrado el nombre de la compañía de inmediato. O en Facebook, Instagram, cualquiera de las redes sociales que usamos hoy. Pero, por supuesto, no existían ni los ordenadores personales ni los teléfonos celulares. Y si existía ya internet, no estaba al alcance del público. Si existía debía de utilizarse para cosas del gobierno o asuntos militares, supongo.
En fin, debía averiguar lo que me había pedido el genovés: el nombre de la compañía financiera.
La tarde siguiente, cuando regresé de la escuela, me dirigí a la casa de mis abuelos. Pasé frente al restaurante y vi a mi abuelo sentado detrás de la caja registradora. Pasé de largo y entré a la casa. Mi abuela estaba preparando el estofado para la noche. Ese aroma de la salsa de tomate y la carne cocinándose me ha obsesionado toda mi vida. El estofado de mi abuela era lo que ponía los platos de pasta en un nivel tan alto, que las personas se acercaban al mostrador luego de comer para felicitar a mi abuela. Esa escena la vi reiteradas veces. Hice tintinear las llaves para llamar la atención. Mi abuela, sin darse vuelta, me dijo:
-Sentado.
Me senté. Puso ante mí un poco de spaghetti con un buen trozo de carne de estofado, y abundante tuco. Olía delicioso. Di cuenta de la mitad del plato antes de que ella se sentara en la silla de enfrente.
-Abuela, vos sabés que yo nunca me ando metiendo en lo que no me importa. Pero el otro día escuché involuntariamente lo que le pasa a Silvina. Lo de la casa, digo…
-¡Ah, involuntariamente, eh! -Exclamó, levantando la vista. - ¿Y qué tiene que ver con tus asuntos eso?
-Nada. Nada, abuela. Sólo que me quedé un poco triste y… me sentí muy… no sé, sentí impotencia y no pude dejarlo a un lado y ser indiferente. Algo me decía que podía hacer algo al respecto. Mirá, si vos sabés el nombre de la compañía financiera esa, yo podría…
-¡Vos podrías qué, decime! ¡Ay Dios mío, este crío ya no es un crío! - exclamó.
- Abuela, necesito saber el nombre de la compañía. ¿Podés hablar con ella y preguntarle? Por favor. Puede que haya una solución para esto. En serio, yo…
- ¿Vos qué? ¿Vas a darle el dinero que adeudan acaso? ¡Mamma mía!
- No, no, nada de eso. Pero puedo conseguir una prórroga al menos. El padre de un compañero es abogado. Es más, es fiscal de estado. Tiene mucho poder. Y le he comentado el asunto a mi compañero y dice que…
- ¡Ahhh, basta, Santino, basta, me vas a enojar de verdad!
Al fin y al cabo, dejé que se calmara y cambié de tema inmediatamente.
-Hoy está el partido de fútbol. Juega River Plate ¿no es cierto? -dije, en un tono neutral, apaciguador. Ella levantó el plato y lo llevó a la cocina.
-La Silvina hoy sale a las 8. Por el partido. Tal vez quiera que alguien la acompañe a su casa -dijo mi abuela, imitando mi tono neutral. Haciendo gala de su incomparable sentido de poder leer en los demás lo que quieren saber.
- Gracias. -le dije. Y le di un beso en la frente. Ya era una cabeza más baja que yo. O yo ya era una cabeza más alto que ella. Es lo mismo. Me dirigí entonces al negocio. Me iba a ofrecer a acompañar a Silvina hasta su casa. Después de todo, era un ofrecimiento de verdadero interés por mi parte, ya que las últimas cuadras antes de llegar a su casa estaban sin iluminación pública. Ella aceptó con sorpresa mi ofrecimiento. Y me dijo a cambio que le pidiera autorización a mi abuelo. Mi abuelo miró a la muchacha y a mí al mismo tiempo. Luego dijo:
-Ah, con cuidado, con cuidado y bien alerta.
- No pasa nada, abuelo. Son ocho cuadras. Además, están todos afuera por el calor. No pasa nada.
Silvina miró a su empleador y a mí con ojos encendidos. Luego me dijo:
-¿Vamos?
- Vamos -le contesté.
Y salimos a la noche. Había una carga de sentimientos en todo aquello. Sentí, o mejor dicho, imaginé que estábamos de novios y yo era quien la buscaba en el trabajo para acompañarla a su casa. Me sentía últimamente más hombre y menos adolescente. Así que caminamos por entre las calles, con algunos vecinos que nos observaban desde las puertas de sus casas. Los hombres estaban en cuero, sin camisa; y las mujeres sentadas en sillas o mecedoras, abanicándose ellas mismas, lo que me trajo a la mente algo que había leído en algún lado: que abanicarse a uno mismo produce más calor debido al ejercicio del brazo. Ese tipo de cosas eran las que se me ocurría pensar. Silvina iba a mi lado, mirando alrededor un camino que sabía de memoria, un recorrido que hacía desde hacían cinco o seis años ya. De pronto, estiró su antebrazo y me ofreció tomarla con el mío. Fue divertido y emocionante. Ojalá alguno de mis amigos me hubiera visto tomado del brazo con una chica de verdad, y bien guapa ni más ni menos. Pero a esa hora estaban todos en sus casas, cenando con sus familias seguramente. Bah, qué me importa, me dije a mí mismo en mis pensamientos. Yo estoy acompañando a la mujer más hermosa del barrio ahora. Ustedes sigan comprando la revista.
Cuando llegamos al frente de la casa de Silvina, se separó de mí y me soltó el brazo para buscar las llaves en su pequeño bolso, pero no las encontraba.
-¡Caramba! -se quejó-¿Podés tocar el timbre para que mi tía me abra, por favor, Santino?
-Por supuesto -contesté, acomedido. Y toqué el botón del timbre, que sonó bien alto dentro de la casa. Al momento, se oyeron los pasos lentos de la tía Mimí. Silvina soltó un suspiro de resignación al no haber podido encontrar las llaves.
- Se me deben haber quedado en el negocio, pucha…; o tal vez las olvidé acá cuando salí apurada esta mañana. Qué se yo… Santino… ¿Te gustaría entrar un rato? Puedo hacer un poco de café si querés. Fuiste muy amable al acompañarme. Últimamente no ando del todo bien. Ya lo he hablado con tus abuelos. Es que…
-¡Sí, sí, claro que sí! -me apresuré a decir -, a mí me encanta el café. Lo tomo todo el tiempo, sí. -mentí- Acepto. Claro, si a tu tía no le importa…
- ¡Oh, ella está casi sorda por completo! Además no solemos recibir muchas visitas que digamos. Las únicas personas que vienen son el cartero, el afilador, y nuestro vecino de al lado, un verdadero entrometido. Vení, pasemos. Hace mucho calor, Dios mío…
La tía Mimí abrió la puerta luego de preguntar varias veces quién era. Pero como no oía bien, Silvina iba alzando la voz cada vez que ella preguntaba. Finalmente entramos. Era una pequeña pero hermosa casa de barrio. La radio estaba encendida a un volúmen bastante alto. La cocina despedía un olor a comida recalentada. Era un olor rico. Debían de ser las sobras del almuerzo. La tía Mimí me miró con curiosidad. Silvina le dijo quién era yo, más con gestos que con palabras, y la mujer comprendió enseguida. Me tendió su lado derecho del rostro para que la saludara con un beso, lo cual hice con mucho gusto. Me agradó enseguida aquella mujer. Era tan hermosa como su sobrina. Incluso a su edad. Debía tener unos sesenta años. Pero se notaba que había sido muy bonita en su juventud. Pasamos a la cocina y tomé asiento deliberadamente, ansioso por la perspectiva de una buena taza de café.
Y ya sabía lo que hacía el café conmigo.
4
El café de Silvina era distinto. No sabría decir cuál era mejor. El que me había hecho mi abuela algunas veces era más liviano. El del genovés me había disparado la lengua casi de inmediato. El de Silvina, en cambio, tenía algo que yo no había probado nunca: un dejo de amargura elegante, como si cada sorbo tuviera escondido un secreto. Tal vez era la forma en que ella lo preparaba, con movimientos lentos, casi ceremoniales, mientras la tía Mimí se acomodaba en una silla de respaldo recto y me observaba de vez en cuando con esa mezcla de curiosidad y cansancio que tienen las personas que ya han visto demasiado.
—Sentate, por favor —me dijo Silvina, y señaló una silla junto a la ventana, desde donde se veía la calle oscura.
Me senté sin mucha ceremonia. Había algo en aquella casa que me hacía sentir nervioso. No miedo, exactamente. Una inquietud. Como si cada pared estuviera esperando escuchar lo que yo iba a decir.
—¿Querés azúcar? —me preguntó Silvina.
—No. Así está bien —respondí, y di un sorbo inmediato, como para ocupar mis manos.
Ella se sentó frente a mí y apoyó los codos sobre la mesa. Parecía cansada. Tenía las ojeras hinchadas, como si no hubiese dormido bien en varias noches. O como si hubiese llorado más de lo que pudiera haber dormido. Claro, yo entendía bien aquello porque sufría de tremendos trastornos de insomnio desde que era muy chico. Y, aún sin saberlo, aquél café iba a morderme en el trasero esa noche.
—Gracias por acompañarme, Santino —dijo, sin mirarme al principio—. Y gracias por…
Se quedó callada de repente, como si su mente se esforzara en buscar las palabras que quería decir. A esas alturas, cuando uno quiere decir algo importante, la lengua se vuelve enemiga.
—Yo… —intenté—. Sé algo. Algo de lo que te está sucediendo. Y he estado ocupado en ver qué puedo hacer para ayudarte. A vos y a tu tía. Con lo de la casa digo. Perdóname por entrometerme. No me gusta que se aprovechen de la gente… Yo sólo…
Ella levantó la vista y me observó un momento que me pareció demasiado largo. Luego sonrió apenas, una sonrisa que se quebró de inmediato.
—Ojalá todo fuera tan simple como eso, Santino. Sos un buen chico—susurró.
La tía Mimí se levantó de la silla y fue hacia la radio, que tenía el volumen altísimo, como si aquel ruido constante le diera seguridad.
—¿Pasa algo, niña? —preguntó, casi a gritos.
—Nada, tía. Solo hablamos —contestó Silvina, con una voz suave que la mujer casi no oyó.
Fue entonces cuando escuchamos el ruido.
No un golpe. No un timbre.
Un ruido. Un motor. Lejano al principio. Después más cercano. Después todavía más. Y finalmente, justo frente a la casa. Silvina se quedó inmóvil. Yo también.
La tía Mimí bajó el volumen de la radio, como si la misma casa le hubiera ordenado guardar silencio.
Alguien cerró la puerta de un auto afuera.
Un segundo después, otro.
Silvina me miró, pálida.
—No abras la boca —susurró apenas, moviendo los labios.
Golpearon la puerta. Silvina se levantó de un salto. Me hizo seña con la mano de que no me moviera. Parecía querer esconderme, pero miró alrededor y entendió que no había dónde.
—Tía, no abras —dijo en voz baja.
Pero la tía Mimí, que no había entendido nada, o tal vez entendía demasiado bien, ya estaba caminando hacia la puerta.
—A ver quién es —balbuceó.
Silvina se adelantó justo antes de que su tía llegara al picaporte.
—¡No! ¡Tía, déjame a mí!
Yo escuchaba mi corazón reventando en el pecho. Me preparé para cualquier cosa: un vecino, un cobrador, la policía… o los otros. Aquellos que caminaban sin prisa y hablaban poco, con gestos, pero que hacían temblar a todo el barrio.
Silvina abrió la puerta, sólo una rendija.
—Buenas noches, señorita —dijo una voz que yo distinguí como familiar. O mejor dicho: que reconocía. ¡Era el señor Julio! El genovés. El mismo de la casa al final de la calle.
—¿Está tu tía? —preguntó.
Silvina tragó saliva.
—Está… está indispuesta. ¿Puedo ayudarlo con algo?
El genovés no respondió enseguida. Se tomó su tiempo. Escudriñó el interior de la casa por la rendija. Su mirada se topó conmigo. No se sorprendió. Ni pareció incómodo. Solo levantó un poco las cejas, como diciendo: Ah, estabas acá.
—Santino —dijo, con ese tono suyo que podía significar muchas cosas—. ¿Así que la acompañás a tu amiga a esta hora? Buen chico, buen chico…
Yo no pude ni mover la cabeza. Silvina abrió un poco más la puerta.
—¿Qué sucede? ¿Conocés a este hombre, Santino? -Sonrió, pero no era una sonrisa alegre. Era la sonrisa de alguien que experimenta confusión y desasosiego interior. Y ante un hombre que ya tiene todas las respuestas antes de hacer las preguntas.
—Solo vine a hablar de un asunto pendiente —dijo. Y se quitó el sombrero—. Porque mañana no voy a estar en casa. Tengo que viajar al puerto.
Silvina palideció aún más.
—¿Un asunto… con nosotros? —preguntó ella.
—Con tu familia, sí —respondió el genovés. Y clavó los ojos en ella—¿Puedo pasar por un minuto para hablar con el chico?
Yo no me atreví a respirar.
La tía Mimí, que no había entendido lo que pasaba, apareció detrás de Silvina.
—¿Quién es? —preguntó.
El genovés inclinó la cabeza.
—Señora —dijo—. Buenas noches.
La mujer lo miró sin reconocerlo.
—¿Y bueno?
—Tía —interrumpió Silvina, tomándole el brazo—. Volvé a la cocina, por favor.
Pero la tía frunció el ceño.
—¿Es por lo del préstamo? —dijo, clara como el agua.
Silvina casi se desmorona.
El genovés apoyó una mano en la puerta. No empujó. No invadió. Pero el gesto bastó para que un frío sudor me recorriera la espalda.
—Mañana a las nueve —dijo—. Usted y su tía van a venir a la casa mía, al final de la calle Somora. Ustedes la conocen bien seguro. No antes. No después. A las nueve. ¿Capisce? — El genovés volvió a mirar a Silvina.—Y traigan todo lo que tengan. Papeles, recibos, lo que sea. Porque esto— Hizo un ademán leve con la mano, como quien enumera un dato trivial.— Esto ya no se puede postergar más de lo que está. Ha comentado el chico lo de su deuda. Y mis colaboradores y yo nos hemos involucrado. Sí. No tengan miedo, ustedes recibirán la protección necesaria hasta que se resuelva todo el pleito, ¿comprende?
Y sin decir nada más, se puso el sombrero, bajó la vereda y subió al auto.
Silvina cerró la puerta sin fuerzas. Apoyó la espalda contra la madera. Cerró los ojos. Respiró hondo, como si intentara no llorar. La tía Mimí se llevó las manos a la cara. Yo no sabía qué hacer. No sabía qué decir. No sabía si quedarme, si irme, o qué. Solo supe una cosa:
Algo muy importante se había puesto en marcha. Y ya no iba a detenerse.
Pasé aquella noche despierto hasta la hora de ir a la escuela. Pero sabía que debía pensar en algo: una excusa para abandonar el colegio antes de las 9.
5
—Santino —dijo la voz de mi mamá… - te vas a quedar dormido.
Quise decir “no te preocupes, mamá, hoy no va a suceder eso bajo ningún punto de vista”.
Y de repente algo se me cruzó por la cabeza. Quise sentirme como los personajes de las novelas que leía escondido bajo las sábanas.
—¡Mamá, no me siento muy bien de la panza, pero creo que puedo ir igual a clase!
Ella no respondió. Y no lo hizo porque en ese preciso instante golpearon la puerta. No fue un golpe fuerte. No fue un golpe violento. Fue un golpe suave, casi cortés.
Tres toques. Toc. Toc. Toc. Desde el otro lado se escuchó una voz. Una voz masculina, grave, profunda.
Y con un tono que no necesitaba levantar el volumen para dominar la escena. La puerta se abrió.
Y entonces los vi desde mi ventana en el piso de arriba. Eran tres hombres. Parecían personas normales: camisas claras, pantalones recién planchados. Uno llevaba un portafolios. Otro tenía un pañuelo en la mano, secándose el cuello. El tercero —el del centro— era moreno. Tenía la piel color aceituna. Mi madre preguntó qué necesitaban. En un tono muy discreto le preguntaron por mí. No eran matones. Pero me quedé de una pieza. El del centro miró hacia arriba, hacia la ventana de mi habitación, y me hizo una seña con la mano. Sabía que estaba ahí. Mi madre escuchaba atenta lo que le decían los otros dos individuos, con una expresión que, para mi sorpresa, no era de incredulidad. Era de expectativa. Como si hubieran venido a entregar un telegrama. Los hombres entraron a mi casa. El hombre del pañuelo sonrió apenas me vió bajar, con la mochila en mis manos. No era una sonrisa, era más una mueca ensallada y utilizada miles de veces antes.
—¡Ehhh, ahí está!—dijo, sin mirarme directamente—.Vinimos por vos, Santino.
El que llevaba el portafolios lo abrió y sacó unos papeles. Mi madre preguntó si los debía leer o firmar. Le dijeron que eran de simple rutina.
—Santino, estos hombres son de la delegación universitaria, y vienen a buscarte para que vayas con ellos y un grupo de chicos más a conocer las instalaciones—dijo.
Fue apenas un gesto, pero suficiente para entender que esos hombres no eran quienes decían ser.
—Por favor, Santino, apúrate, hijo —me dijo mi madre.
El hombre del centro levantó la mano, despacio.
—No venimos a discutir el futuro del chico, eh—dijo—. Sólo ofrecemos de primera mano una buena idea de cómo seguir con la educación en la etapa universitaria. Y venimos a informarle algo más. Se lo diremos al chico en el camino, vamos.
Hubo un silencio pesado.
Yo tragué saliva. Sentí el pulso golpeándome en los oídos. Los tres hombres se dieron vuelta hacia la puerta. Yo asentí en silencio. Subimos al coche y partimos. Un cuarto hombre había estado esperando dos cuadras más allá. Vestía un traje gris. Liso. Perfecto. Sin arrugas. Su rostro ya me era tan familiar como el de una persona que hubiese visto toda la vida. Era Don Julio. El genovés.
Podía tener cuarenta o setenta años. Era difícil de saber en aquella mañana sofocante. Tenía unos ojos que parecían estudiarlo todo como quien estudia una pieza de carne antes de comprarla. Ese nombre que, durante años, se había susurrado sin mirar hacia la oscuridad de la calle sin luces, y que yo mismo había ido a buscar, generando algo que ya estaba fuera de mis manos, iba a soltar sus perros aquella mañana.
6
El camino hacia la casa al final de la calle no fue un trayecto: fue una condena lenta, como caminar con una soga alrededor del cuello sin saber todavía quién la sostiene ni hacia dónde te arrastran. Las ruedas del auto avanzaban silenciosas, casi respetuosas, como si también ellas entendieran que lo que estaba por ocurrir no admitía ruido ni interrupciones.
Yo iba en el asiento trasero, entre el hombre del pañuelo —que olía a colonia barata mezclada con tabaco— y el que llevaba el portafolios, que tenía las manos tan quietas sobre sus rodillas que parecía un muñeco olvidado en un estante. Adelante, manejando, iba el hombre moreno, el del centro, con su perfil rígido, afilado, como tallado en madera oscura. No hablaban. No necesitaban hablar. Lo que sea que iba a suceder ya había sido decidido en una mesa que yo nunca vería, por personas cuyos nombres jamás aprendería.
Y en la esquina, esperándonos, estaba Silvina y la tía Mimí. El genovés me miró por el retrovisor antes de detenerse el coche. Me observó como si necesitara confirmar que yo era, efectivamente, el mismo chico que había estado sentado en su cocina días atrás, contándole una historia, ahora un mero recuerdo. Asintió una sola vez, apenas inclinando la barbilla, y el auto se detuvo.
Cuando llegamos al final de la calle —esa calle que se estrechaba como un pasillo interminable hacia la sombra del pasado—, el sol se había escondido detrás de las nubes, dejando un cielo del color del agua turbia de un balde viejo. La casa del genovés parecía más grande que la primera vez que la había visto. Más pesada. Como si hubiese crecido absorbiendo los temores de todos los que habían cruzado su puerta.
Me hicieron bajar del auto. Nadie me tomó del brazo, pero tampoco me dejaron la opción de no seguirlos. Caminé detrás de Don Julio, sintiendo el peso de cada paso como si los zapatos estuvieran llenos de piedras.
La puerta se abrió antes incluso de que la tocáramos, Silvina tenía puestos los mismos zapatos gastados. Tenía la misma expresión cansada y el mismo temblor en las manos. Pero había algo distinto en ella: una decisión resignada, como si aceptar el destino fuera más fácil que pelear contra él. La tía Mimí, en bata, con los ojos hinchados, no sé si había llorado o si simplemente no había dormido, pero lo que sí sabía era que aquella mujer entendía más de lo que se decía. Sabía qué significaba la deuda. Sabía lo que implicaban esos hombres. Sabía lo que implicaba el genovés. De eso estoy casi seguro.
—Pasen —dijo el genovés, con una voz que parecía venir desde algún punto hundido entre su pecho y el suelo.
Entramos. La casa olía a café recalentado, a paredes viejas, y a una tristeza que se había instalado sin pedir permiso. El genovés tomó asiento en la cabecera de la mesa. Los otros tres hombres se quedaron de pie, vigilando, como sombras entrenadas para ocupar un espacio sin perturbarlo del todo.
—Santino —dijo don Julio, mirándome fijamente—. Vení acá.
No pude negarme. Sentí el pulso en la garganta, como si tuviera un pájaro atrapado dentro del cuerpo intentando escaparse picoteando desde adentro.
—Vos hablaste de la deuda —dijo—. Y hablaste con buena intención, eso lo sé. Pero la intención no alcanza para desarmar lo que está hecho desde hace años.
Se volvió hacia Silvina y su tía.
—Ustedes conocen las reglas. Los acuerdos se cumplen. Los compromisos se respetan. Y los errores… —respiró hondo— los errores se pagan.
Silvina tembló. No de miedo, sino de impotencia.
—No tenemos nada más que dar —dijo ella—. Ni dinero, ni papeles, ni nada. Todo está perdido. Todo.
El genovés la observó en silencio, como quien mira un campo seco sabiendo que no habrá cosecha.
—Siempre hay algo más —dijo finalmente—. Y ustedes lo saben. Pero esta vez, yo no vine por eso.
El aire se endureció. La tía Mimí se llevó la mano al pecho.
—Entonces… ¿por qué vino? —pregunté sin pensar. Mi voz salió más alta de lo que quería.
Los hombros del genovés se encorvaron levemente, como si hubiesen cargado demasiado peso durante demasiados años.
—Porque el chico abrió una puerta —dijo—. Y cuando un chico abre una puerta, alguien tiene que cerrarla.
Silvina me miró. Una mirada que no voy a olvidar nunca. Era miedo, sí, pero también culpa, y también un cariño extraño, torpe, como si se sintiera responsable de haberme arrastrado a algo que no pudo evitar.
—Yo… yo solo quería ayudar —dije, apenas un susurro.
—Lo sé —respondió el genovés—. Y por eso estás acá. Para entender cómo siguen las cosas.
Se puso de pie. Apoyó sus manos sobre la mesa. Cada nudillo parecía una roca.
—La deuda queda saldada —dijo.- Y la casa… La casa está a salvo. Sí.
Las palabras quedaron flotando en la habitación, incrédulas, casi imposibles.
—¿Saldada? —repitió Silvina, sin respirar.
—Saldada —confirmó él—. Pero hay un precio.
Entonces vino hacia mí. El hombre del pañuelo dio un paso. Los otros dos también. Yo retrocedí hasta chocar contra la pared.
—Tranquilo —dijo el genovés, levantando la mano para detenerlos—. El precio no es para él.
Se volvió hacia la tía Mimí. Luego hacia Silvina. Y finalmente hacia la puerta que daba al pasillo.
—El precio ya lo pagó alguien más —dijo.
En ese instante, en la cocina, sonó algo. No un grito. No un golpe. Apenas un crujido.
Un sonido que reconocí de inmediato como de zapatos arrastrándose. Como de alguien que intenta pararse después de haber estado mucho tiempo inmóvil.
El genovés caminó hacia el pasillo.
—Vengan —dijo.
Y aunque cada parte de mi cuerpo quería salir corriendo, lo seguí. Silvina también. La tía Mimí se dejó caer en una silla.
Cuando llegamos al final del pasillo, lo vimos.
Era un hombre. Muy Flaco. Desgastado. Con la mirada perdida en algún lugar que no estaba ni en esa casa ni en este mundo.
—Tío —murmuró Silvina, llevándose una mano a la boca—. Dios mío… ¡tío…!
El hombre levantó la mirada.
No habló. Pero sus ojos se llenaron de lágrimas. Y en ese gesto silencioso entendí todo lo que había estado pasando.
La deuda.
Los años.
La desaparición.
Los rumores.
La culpa.
El genovés se puso a su lado.
—A veces —dijo, como quien dicta un final inevitable— las deudas no son de dinero. Son de gente. Y cuando la gente vuelve, las cuentas se ajustan solas.
Silvina se arrodilló junto a su tío, llorando sin lágrimas, solo con el corazón.
—Podemos irnos —dijo el genovés finalmente—. Y ustedes también. Todo terminó.
Entonces me miró.
—Vos, Santino… aprendé de esto. Hay caminos que un chico no debe recorrer solo. Pero ya estás adentro. Ahora te toca aprender cómo salir sin perderte en el intento.
Después se fue. Salió de la habitación sin mirar atrás. Como si esa casa, esa historia, y nosotros mismos fuéramos apenas un capítulo en un libro que él había leído demasiadas veces.
Esa noche volví caminando a casa. No dormí. Mi madre tampoco preguntó nada. Tal vez porque las madres saben cuándo una pregunta rompe algo que todavía está frágil.
Y aunque pasaron los años, y aunque la vida siguió, nunca olvidé la casa al final de la calle.
Ni el café del genovés.
Ni la mirada de Silvina.
Ni el temblor de su tío, tratando de volver a una vida que ya no le pertenecía.
Hay historias que no se cierran. Solo se alejan. Como sombras que se estiran al atardecer.
Y hay hombres —como el genovés— que no son malos ni buenos. Son necesarios. Como la lluvia, como la muerte, como el fuego.
Y uno crece entendiendo que hay secretos que se heredan y puertas que nunca deben abrirse.
Pero lo hice.
Y esa fue la primera vez que descubrí —con una claridad brutal— que el mundo es más grande, más oscuro y más viejo que cualquier chico que intenta salvarlo. El mundo es de otros.
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