20251123

La otra garganta

Estaba descalzo. De eso sí me acuerdo. De lo que sucedió antes y después no. Pero sí recuerdo haber estado descalzo porque en las plantas de mis pies sentía el calor del pavimento. Me llevaban caminando. Y yo caminaba, ciego y sordo. Y en la boca sentía como si mi lengua hubiera aumentado de tamaño hasta convertirse en una pelota de tenis. Una vieja, sucia y podrida pelota de tenis. Me alegro de todo lo que puedo recuperar en mi memoria. Lo que recuerdo es tan cierto como lo que me llevó a olvidarme de todo. Sí. 


Y ellos.


Ellos se burlaban de mi desnudez, de mi fragilidad casi absoluta y de mi convalecencia. Nos quieren ver muertos. A todos los que arribamos aquí en nuestra misión de observar los métodos que Ellos tienen para vivir sin oxígeno ni líquidos de ninguna clase. Por Dios. Estaban todos metidos en sus pequeños capullos, esperándonos a nosotros, los que íbamos a ver qué sucedió en este lugar antes de que no quedara más oxígeno ni agua. El agua. Eso nos dejó vulnerables y temerosos, porque la cantidad que llevábamos en almacenamiento se acabó tan rápido que nos vimos obligados a establecer un contacto, un canal de comunicación que nos permitiese saber si nos iban a matar o qué. Supongo que todos están muertos. Menos yo. Estoy escribiendo esto en una habitación de color rojo arena, de suelo esponjoso. Hay un pacto. Recuerdo que me obligaron a hacer un pacto: me dan dos jarrones con sangre para beber por día. Pienso que ni un vampiro estaría conforme con ello. Sangre. Es el único líquido que me ofrecieron a cambio de permanecer en silencio. No toleran el sonido de la voz humana. Y mis ojos. Llevo un grueso vendaje porque me los arrancaron. Pusieron tierra seca con larvas en mis oídos. Para que al morir las larvas dentro por la falta de oxígeno, me dejasen sordo. No soy nada. Fui un buen soldado, me gusta pensar. Pero he quedado reducido a nada. 



Y utilizo uno de los jarrones diarios para escribir. Con sangre como tinta, sobre la túnica que me dieron como única vestimenta. Ya está. Ya llega la hora de mi recompensa por tanto sufrimiento. Llega la hora de mi ejecución. Me han examinado de pies a cabeza, por dentro y por fuera. Palpo mi piel y es como arena seca. Porosa. Con pellejos que se desprenden casi al nomás rozarlos. No sé cuánto llevo aquí despierto. No recuerdo cuándo dormí por última vez. Días. Tal vez una semana terrestre. O dos. No lo puedo saber. El tiempo ya no es más tiempo. Mis manos aún responden para escribir sin sentido de la vista, pero no estoy seguro de poder lograrlo. No. Tal vez todo sea parte del mismo terreno, del aire sofocante mezclado con algo de oxígeno que me envían por encima de la escafandra. Tal vez este acto natural de estar escribiendo con la oscuridad como testigo sea una ilusión, alucinación creada por mi fatigada mente. Vendrán a buscarme y llevarme al sitio donde espero morir al fin y al cabo. Porque, oh sí, nunca fuí muy religioso pero sé que no hay dioses aquí. Aquí no existen nada más que el polvo de arenilla y el trozo de hueso extraño con algo que es como carne seca aderida. No sé con qué clase de animal o criatura me están alimentando. No creo que haya pasado un día sin vomitar. ¿Es de noche? Imposible de saber. ¿Cuántas palabras he podido escribir hasta ahora? ¿Y cuántos huesos secos para usar como pluma? No lo sé. Siento, en mi silencio absoluto, que algo se mueve en mi canal auditivo, algo que intenta salir de ahí. Mejor no pensar. Sólo lo que mis manos escriben. La izquierda ya ha perdido toda sensibilidad. La derecha aún no, porque escribe. Me duelen las raíces de las muelas y los dientes. Mi cuello ya no quiere sostener mi cabeza.


¿Vendrán? 


Ya está. Madre, perdóname. Deben de venir por mí.


Porque la sangre que he estado bebiendo y con la que escribo es la mía.



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