FIESTA BEAT

FIESTA BEAT 

Me llamas Majestuoso

y yo cabalgo mi carruaje de fuego y oro,

entro y salgo de tus días,

rey de cielos, padre de luz,

dices que dibujo rombos de fuego

entre hojas verdes,

y yo te digo: Mujer agachada,

doblada hacia el barro,

hija de mi pecho ardiente,

no te apresures a mirar solo mis rayos.


Mi luz es divina,

mi poder es don del Supremo

para abrazarte, despertar tus sueños,

recordarte que la vida

es ciclo de manos y fuego,

racimos colgando del tiempo,

raíces susurrando secretos antiguos.


Tú, ternura de mis deseos,

Tierra, mi amante eterna,

mi verde espejo de milagros,

palpitante corazón de hojas y raíces;

te cortejo cada jornada,

como dios que baja del cielo

para medir surcos,

para buscar hilos de agua bajo tus ojos húmedos,

para temblar con tus semillas

y besar lentamente cada brote que nace de tu vientre,

mientras los hombres cantan,

mientras el aire se llena de sudor y aliento,

y la mañana se despierta entre aromas y canciones.


Mi poder podría despertar la envidia de Zeus,

pero no busco soberbia;

mi placer es acariciarte con mis primeros rayos,

mientras el rocío duerme en tus brazos,

los pájaros abren su canto,

el viento traza caminos invisibles entre tus hojas,

y la tierra late en cada grieta, en cada brote.


Observo, ardo, me inclino sobre ti,

y sé que no he hecho nada:

todo es don, regalo, pacto antiguo,

luz y fuego, sangre y sudor.


El astro nocturno me reclama,

pero mañana volveré, Tierra bendita,

si mi luz te basta, mi amor no tiene límites,

mi fuego no descansa,

y cuando los hombres se detienen a beberlo,

yo los observo, los espero, los bendigo.


Belleza quieta, paciente, esperanzada,

tus dones de diosa;

en ti los hombres aman como dioses,

y yo río, ardo, susurro:

"Sólo un astro divino puede arder así."


Los hombres que te cultivan,

que cantan y sudan entre hileras,

actores de un guion escrito por los astros,

por infinitos soles y lunas,

por fantasmas de vendimias pasadas,

por ancestros que enterraron semillas pensando en eternidad;

ellos ríen, lloran, clavan sus manos en la tierra

como si sintieran dioses bajo su piel,

como si barro fuese sangre y racimo fuese corazón.


Allí donde crece la vida, la vid,

en suelo que cría santas semillas,

que ofrece su fruto sin pedir nada

más que el milagro de transformarse en vino,

nuestro vino, vino mendocino,

néctar que Adán habría nombrado en el Edén,

justo antes de la caída,

porque la luz se mezcla con la tierra,

porque los hombres deben aprender a llorar y reír al mismo tiempo.


Conozco el paraíso,

y el paraíso me conoce,

como hierba que anuncia brotes,

como viento que recorre sarmientos,

como hombres que miran y trabajan

en lo que miran, que saben de milagros,

que leen el evangelio secreto de cada racimo.


El invierno viene, gris y cruel,

hadas heladas en los surcos,

y los sarmientos luchan contra la desolación,

contra la muerte de los brotes,

y todos caminan murmurando plegarias antiguas,

cantando cosecha, observando la luna nueva y llena,

la que invita a soñar, la que obliga a recordar,

y yo me elevo sobre ellos,

la tierra responde con temblores, con fragancias,

los brotes se agitan como manos que saludan.


Ya no podemos ser humildes:

lanzamos fuego.

Mi ardor recorre tus campos,

mi luz besa tu piel de tierra,

despierta racimos dormidos,

y los hombres sienten el pulso divino,

gritan, cantan, atraviesan cuerpos y sueños,

la vida late, la vida arde, la vida canta.


La vid susurra:

"He dado mi carne y mis lágrimas

para que los hombres beban vida,

para que sol y tierra se encuentren

en cada racimo, en cada fermento, en cada copa."


Cuando el orden se restablece,

la vid entrega su espíritu,

sus granos son himnos vivos,

versos de luz y aroma,

la canción de nuestra comunión.


Los hombres saben, incluso los mudos,

que algo mayor está presente,

que algo eterno baja del cielo

y toca la tierra,

que el milagro ocurre otra vez,

que el vino nace de nuevo,

y la vendimia es la fiesta de la vida misma.


Los cantos, los tambores invisibles,

gritos que suben como llamas,

coros de hombres, mujeres, pájaros, viento, hojas;

el sol ríe, la luna observa,

los racimos caen en manos ansiosas

y se transforman en oro líquido,

en sangre, alma, memoria y futuro,

pulso del mundo que late y respira,

que llora y ríe al mismo tiempo.


Hombres bailan, cantan, lloran,

niños corren entre surcos,

ancianos tocan la tierra con manos temblorosas,

y todos juntos son un solo latido.

El sol arde más, la luna brilla más,

los sarmientos se alzan como brazos de devoción,

y la vendimia se convierte en ritual, himno, canto eterno,

poema que no termina,

porque mientras haya sol, tierra, hombres y vino,

la vida seguirá cantando, danzando, ofreciendo su fruto,

milagro, fiesta.


Y yo, Majestuoso, observo, ardo, susurro, río,

la tierra responde, la vid responde, los hombres responden,

y la vida canta a través de mí y de ellos:

Jardín, cielo y tierra juntos,

todo lo que hombre, tierra y cielo podían soñar,

y entonces, y sólo entonces,

podemos beber eternidad, sentir pulso divino,

celebrar la Fiesta de la Vendimia,

porque es vida, y la vida es sagrada,

y la vida es eterna.

La vida es fiesta.


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