FIESTA
FIESTA
Tú me llamas Majestuoso,
a mí que conduzco mi carro de fuego y oro a través del firmamento,
abriendo con mi paso las puertas del día,
y cerrando, con el regreso del crepúsculo,
los párpados ardientes del mundo.
Me llamas Padre de la Luz,
Rey de los Cielos y Señor del Resplandor,
y dices que mis rayos, al filtrarse entre las hojas,
dibujan rombos de llama,
geometrías secretas de una lengua antigua.
Pero escucha, Mujer:
quien habita en la altura también sabe descender.
Mujer, tú que trabajas inclinada hacia la arcilla húmeda,
con la respiración entretejida al pecho de la Tierra,
tú que naces cada día de mi calor
como si mi sangre fuera una estrella que te alimenta,
no contemples sólo el fulgor que me corona.
Mira también mi anhelo,
mi temblor oculto,
pues aunque Divino soy,
estoy hecho de un ardor que se inclina hacia ti.
El Supremo me concedió la potestad de abrir los amaneceres,
de encender los campos,
de llamar a las semillas por su nombre secreto.
Y cada mañana abrazo a la Dueña de los Sueños,
la vasta y paciente Tierra,
cuyos latidos sostienen la rueda invisible de la vida.
Tú, que eres ternura encarnada,
Tierra, mi amante primera,
mi compañera desde el instante en que el tiempo encendió su lámpara.
Es a ti a quien cortejo en mi tránsito celeste:
a ti, manzana eterna de mis ojos ardientes,
que brillas cuando me acerco,
cuando mi paso lento toca tu piel con la reverencia
de un antiguo sacerdote ante la divinidad.
Mi niña de pupilas verdes,
brotes que aguardan el misterio,
permíteme revelarte mi secreto:
mi fuerza —esa que aun los dioses envidiarían—
me conduce a rozarte con mis primeros dedos de oro,
mientras el rocío, hijo de la noche silenciosa,
se entrega al sueño sobre tu regazo,
como un niño confiado.
Por la noche, cuando el astro oscuro me convoca,
yo respondo.
Pero cada amanecer regreso,
regreso porque tu quietud me llama,
porque tu espera es un altar
y mi luz se derrama en él como una ofrenda.
Regreso porque en tu silencio hay una promesa
más antigua que las montañas,
más pura que la primera palabra.
Solo un astro divino puede arder como yo,
y solo tú, Tierra sagrada,
puedes recibir mi fuego sin deshacerse en ceniza.
Y allí están los hombres,
nuestros silenciosos testigos,
los que trabajan, podan, siembran, levantan plegarias al viento;
los que sin saberlo actúan en la obra más antigua y más vasta,
la obra que une mis pasos y tu latido.
Con ellos caminamos hacia los campos eternos,
bajo los cielos verdes donde se entrelaza nuestra historia.
Allí, en el corazón germinante de la vida,
crece la Vid.
La Vid, criatura sagrada;
la Vid, hija de tu misterio y de mi ardor.
Allí, en la tierra que amamanta semillas luminosas,
se gesta el prodigio:
un fruto que se ofrece sin exigencias,
sin reclamos,
salvo uno:
que al morir renazca convertido en milagro,
en Vino,
nuestro Vino,
el Vino Mendocino,
el mismo que Adán nombró en el Edén
cuando aún ignoraba la sombra que la serpiente había tejido para él.
Porque yo conozco el Paraíso,
y en el Paraíso conocen mi fuego.
Soy la brasa que anuncia la marcha del Invierno,
el Rey Gris que avanza con su séquito de hadas heladas.
Ellas, las Heladas del Reino del Frío,
descienden para probar el valor de los sarmientos,
que se yerguen como héroes antiguos
contra la desolación implacable.
Y los hombres, al verlas llegar,
murmuran plegarias tan antiguas
que el viento apenas consigue sostenerlas:
rezos que nacieron cuando el mundo era joven
y la Luna mostraba todavía su rostro dividido.
No podemos ser humildes,
pues en nuestra unión arde un fuego que no se apaga.
A media tarde ya comienzo a extrañarte,
oh Tierra bendita,
y en mi nostalgia se enciende el ansia de regresar a ti.
Pero el orden se restablece,
como siempre ha sido,
y entonces la Vid entrega su Espíritu,
encarnado en racimos dulces,
de aromas profundos,
como si el mundo, cansado de callar,
por fin hablara.
Allí comienza todo en verdad:
comienzan las danzas,
los cantos,
los clamores de alegría;
los hombres levantan los brazos hacia el cielo
y el aire se llena de figuras luminosas
que cruzan como aves sagradas el día.
Porque ha llegado la celebración,
la celebración que renueva el mundo:
la Fiesta de la Vendimia,
donde tú y yo,
Sol y Tierra,
amante y amado,
renovamos la alianza eterna
de la Luz con la Vida.
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