EL ARROYO NEGRO

EL ARROYO NEGRO


En el pueblo siempre se dijo que el Arroyo Negro tiene memoria. No una memoria sabia ni poética, como la que a veces se le atribuye al mar en los libros de la capital, sino una memoria trabada, insistente, llena de repeticiones. Una especie de eco viejo que no termina nunca de apagarse y que, en vez de perderse en la distancia, vuelve siempre al punto donde empezó. Y uno aprende a convivir con eso como convive con los perros callejeros que merodean la plaza buscando sombra, con las veredas rotas, con la tierra que el viento levanta desde campos que parecen no tener dueño. En El Esteban todo regresa. Lo bueno, lo malo, lo que se quiso olvidar.

A nuestro pueblo le decimos simplemente El Esteban, aunque en los papeles figure como San Esteban del Sur, nombre demasiado largo y orgulloso para un caserío que vive más de recuerdos que de gente. Es pequeño, polvoriento, atravesado por tres calles asfaltadas que se quiebran apenas entran a la zona vieja. En invierno parece un esqueleto de sí mismo: la luz cae gris, las persianas tiemblan, el silencio se pega a las paredes como una escarcha invisible. Pero es mi pueblo. Y conozco sus silencios y sus gritos mejor que mis propias manos.

Mi historia —o la de todos, en realidad— vuelve siempre a la misma madrugada. Esa en la que encontré a don Casimiro Alzaga parado en el puente viejo, quieto, inclinado sobre la baranda, mirando el agua oscura como si esperara que de un momento a otro emergiera algo que solo él podía reconocer.

No estaba borracho ni perdido. Yo conocía bien esa figura encorvada que el tiempo había moldeado: hombros duros de trabajo, manos que sabían más de alambrados que de caricias, mirada acostumbrada a buscar lejos. Pero esa madrugada había algo distinto en él, una tensión, un brillo en los ojos que no era pena ni cansancio. Era otra cosa: un miedo antiguo, remoto, como si algo que llevaba décadas dormido se hubiese movido allá adentro.

—¿Todo bien, don Casi? —le dije.

Tardó en volverse. No porque no me hubiera oído, sino como si necesitara terminar de escuchar otra cosa primero. Algo que venía desde abajo, desde el agua.

—La escuché otra vez —dijo al fin—. Está cantando.

Apenas pronunció la frase, el arroyo emitió un sonido mínimo, un roce, como si hubiera querido darle la razón. Yo no quise creer nada. De chico había escuchado las historias, claro, pero nunca las tomé más en serio que los cuentos de fogón.

—¿Qué escuchó?

 —A Catalina —respondió—. A mi hermana.

El nombre me atravesó como una ráfaga fría. Catalina Alzaga era un fantasma en la memoria del pueblo: se había perdido hacía décadas y cada cual tenía su versión. Que se fue con un camionero rumbo a Río Colorado. Que cayó al agua cuando quiso cruzar de noche. Que la tierra la tragó, literal, en esos remolinos de barro que se forman después de las inundaciones. Que la vieron en Mendoza. Que nunca existió. En El Esteban las historias se superponen hasta que ninguna termina de ser verdad ni mentira.

Esa madrugada pensé que Casimiro revivía un recuerdo viejo, nada más. Pero la semana siguiente, algo cambió. El pueblo entero empezó a escuchar cosas en el arroyo: voces, murmullos, un rezo cortado, un nombre que no alcanzaba a pronunciarse del todo. Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo sabían. En la panadería, en la farmacia, en la placita, en la cancha del Club Juventud: el mismo silencio compartido. La gente permanecía más tiempo en la orilla, como conteniendo la respiración.

Hasta que una mañana encontraron al hijo de los Duarte, un chico de veinte años que había pasado su adolescencia más borracho que despierto, tirado junto al puente. Temblaba, blanco como harina. Estaba vivo, pero parecía haber visto algo más grande que él mismo.

—Me llamó —decía—. Me llamó por mi nombre. Te juro que me llamó.

Los médicos hablaron de un susto. O de alucinaciones. O del alcohol. Pero el pueblo habló de lo de siempre:

«El arroyo está inquieto.»

Yo intenté no creer, pero las cosas empezaron a enredarse en mi cabeza con una claridad torpe. Una noche, sin luna, fui solo. Quería comprobar que todo era fantasía de pueblo chico, un invento de esas mentes que se alimentan de lo que falta.

El puente estaba desierto. Me apoyé en la baranda y respiré hondo. El agua corría lenta, espesa, golpeando las piedras como si ensayara un ritmo. Primero estuvo el silencio. Después, un roce leve. Y luego, la voz.

Un murmullo femenino, casi un aliento, casi una idea más que un sonido:

«Casi… miro…»

Un nombre partido en dos. Un ruego incompleto. Un hilo débil que parecía estirarse desde muy lejos.

Ahí entendí. No era para mí. Era para él. Para Casimiro.

Al día siguiente fui a verlo. Estaba en la galería de su casa, sentado en una silla de cuero curtido, con un mate frío entre las manos. Parecía más cansado que triste. Yo me senté a su lado sin pedir permiso. La tarde caía lenta, como si estuviera llamando a la noche por un nombre viejo.

—La escuché —le dije.

Él no se sorprendió. Solo asintió, como si hubiera esperado que eso ocurriera tarde o temprano.

—Quiere que la encontremos —murmuró—. Quiere volver.

—¿Volver cómo?

 —Enterrada como corresponde. Con nombre. Con lugar. Con fin.

Entonces habló. Más que hablar, dejó que las palabras salieran como quien abre un corral y deja que los animales se dispersen solos. Me contó lo que nunca había dicho. O lo que quizá había dicho alguna vez y nadie quiso escuchar.

Que Catalina no se fue. Que un capataz del molino, un hombre violento, rápido para pelear y más rápido para desaparecer, la había atacado una tarde. Que él, Casimiro, lo vio arrastrando un bulto hacia el agua. Que el arroyo estaba bajo y algo quedó afuera, algo que el hombre terminó de hundir con una pala. Que después, ya de noche, volvió y enterró el resto entre los ceibos, en el recodo donde nadie va.

—Yo lo vi —dijo—. Pero no podía probar nada. Y el tipo se esfumó esa misma noche.

Un silencio pesado cayó entre nosotros. El aire parecía más denso, más viejo. Yo no sabía qué decir. Pero sabía dos cosas: que Casimiro no deliraba, y que el arroyo había dicho su nombre.

A veces uno no decide. A veces algo decide por uno.

Fuimos al amanecer siguiente, con palas, linternas y un miedo que ninguno reconoció en voz alta. El recodo de los ceibos estaba húmedo, oscuro, con un olor a tierra vieja. Parecía un lugar donde el tiempo caminaba más lento.

Cavamos durante horas. El sol empezó a picar en cuanto subió, y los mosquitos parecían felices de encontrarnos ahí. Casimiro no se detenía, como si esos gestos —hundir la pala, levantar la tierra, volcarla a un costado— fuesen parte de una absolución largamente esperada. Yo tampoco me detuve. Había algo en el aire, un temblor, un aviso.

Hasta que la pala chocó contra algo.

Un sonido hueco, inconfundible. Madera.

Nos miramos sin decir palabra. Entonces cavamos con las manos. Salieron astillas, restos de un cajón improvisado, una tela casi polvo, un hueso delgado como el tallo de una flor seca.

Casimiro se arrodilló. No lloró, pero algo en él se aflojó. Se le cayó una edad encima y otra se le levantó. Como si al fin hubiera llegado a un final que llevaba esperando desde hacía mucho más de lo que admitía.

El arroyo, a unos metros, hizo un sonido distinto. No sé explicarlo bien. No era viento. No era corriente. Era como un suspiro.

Enterramos a Catalina esa misma tarde, bajo un algarrobo del cementerio viejo. Sin ceremonia, sin palabras largas, sin gente. Solo nosotros dos, y el aire, quieto, como si también escuchara.

Esa noche el arroyo guardó silencio.

 La siguiente también.

 Y las que vinieron después.

En el pueblo todos lo notaron, aunque nadie lo dijo. Los chicos volvieron a jugar cerca del agua. Las mujeres cruzaron el puente sin apurar el paso. Los perros dejaron de ladrar hacia la oscuridad. Y Casimiro, bueno… Casimiro empezó a caminar un poco más erguido. No del todo: la vida no devuelve lo que quitó. Pero sí un poco. Lo suficiente.

Una tarde me agradeció en la plaza. No con discursos, sino con una simple frase:

—Ella está en paz.

—¿Y usted?

—Con eso alcanza.

Desde entonces vuelvo al puente cada tanto. Costumbre, quizá. O necesidad. Miro el agua oscura, que sigue siendo agua nomás, obediente a las piedras y a las estaciones. Pero a veces —pocas, contadas— la corriente golpea con un ritmo raro, como si quisiera recordar que la memoria no desaparece, que solo descansa.

Y entonces entiendo algo que en El Esteban todos sabemos, aunque nos hagamos los distraídos:

Las cosas nunca desaparecen del todo.

 Se quedan quietas, esperando.

 Y cuando necesitan ser escuchadas, hablan.

A veces como un canto.

 A veces como un nombre entrecortado.

 A veces apenas como un suspiro que uno finge no oír.

Pero el Arroyo Negro… él no 

olvida.

 Solo decide, de vez en cuando, guardar silencio.



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