JULIA
JULIA
1
En la noche previa al amanecer —esa franja espesa donde la oscuridad insiste en quedarse un poco más— Julia avanzaba apurada por la vereda de la Avenida San Martín. La ciudad dormía, sostenida por un silencio frío que no era silencio del todo: autos sueltos cruzando como sombras, el ulular remoto de una ambulancia, el murmullo constante de una urbe que nunca termina de exhalar. El aire le cortaba la cara como papel húmedo, y los guantes ya no alcanzaban para engañar al frío.
Caminaba demasiado rápido para el cansancio que venía arrastrando. Llegaba tarde. Otra vez.
En dos meses había faltado tres días completos y llegado tarde treinta veces. Treinta sobre sesenta. Un número obsceno para alguien que hasta hacía nada era ejemplo de puntualidad. Recursos Humanos la había citado tres veces; ese departamento de sonrisas pastel que maquillaba advertencias con tonos suaves le había mandado un correo que parecía un abrazo, pero no lo era.
Pero nada de eso era el verdadero problema. La raíz estaba más abajo, más muda. Julia ya no se encontraba en ningún sitio. Había mañanas en las que despertaba con la sensación nítida de que algo —sin nombre, sin forma— la esperaba fuera de la cama. Algo inevitable. Algo que prefería no mirar.
Igual se levantaba. Se vestía. Se ataba el cabello. Y salía.
En esos mismos dos meses había hablado con medio mundo dentro de la Compañía de Seguros: analistas, contadores, abogados, asistentes de áreas que ni sabía que existían. Todos parecían necesitar algo de ella. Todos llegaban con carpetas que le desordenaban la cabeza.
La empresa era un monstruo administrativo, con sucursales en ciudades donde jamás pondría un pie. Un McDonald’s de los seguros: eficiente, impersonal, idéntico en todas partes. Pero a Julia nada de eso le importaba demasiado. Trabajaba sola. Revisaba pólizas, cerraba contratos. Lo hacía bien, lo hacía rápido, y nadie la supervisaba. Tenía oficina propia, lejos del gallinero de cubículos donde los demás tecleaban sin aire.
Ganaba en un mes lo que un médico común en un año. A veces le parecía injusto. A veces no. En general, le daba lo mismo.
Lo que sí importaba era otra cosa: vivía a dos cuadras del trabajo y aun así llegaba tarde. Dos cuadras. Doscientos pasos. Era jueves. Y era la tercera vez en esa semana.
Entró al edificio. Saludó a María, la recepcionista de sonrisa indomable incluso a las cinco de la mañana. No alcanzó a absorber la calidez del lobby: vio el ascensor a punto de cerrarse y se lanzó casi corriendo.
Llegó justo… pero no lo suficiente.
—No subas, ya está con sobrepeso —dijo una voz masculina desde adentro.
Las puertas se cerraron despacio, como si quisieran que viera su reflejo distorsionado un segundo antes del golpe de metal. La sangre se le subió a la cara, caliente, cortante. Forzó una sonrisa y tomó las escaleras.
Cinco pisos. Un número ridículo para alguien acostumbrada a ejercicios mentales más agotadores que cualquier escalera. Pero ese día cada tramo se sintió más largo y más empinado.
Cuando llegó, las puertas corredizas del sector administrativo se abrieron con un murmullo suave que contrastaba con su respiración agitada. El pasillo estaba vacío y apenas iluminado, como un cuadro sin terminar.
Su oficina la esperaba: silenciosa, ordenada, exacta. El lector biométrico chasqueó al reconocer su pulgar. Julia entró. El aire tibio no le quitó el temblor de las manos.
La oficina —su jaula dorada— tenía un pequeño salón contiguo y una pared de vidrio que daba a la calle: vereda húmeda, árboles, luces trémulas de la avenida.
Dejó los guantes sobre el escritorio. Respiró hondo. Necesitaba un día normal. Sólo uno: sin llamadas urgentes, sin correos inquisidores, sin figuras apareciendo en su puerta con carpetas.
Entonces la luz se cortó.
La oscuridad cayó de golpe, espesa, total. Los artefactos murieron con un quejido seco. El silencio que siguió fue enorme, como si el edificio hubiese sido tragado por un hueco subterráneo.
Julia sintió un latido fuerte en el pecho. No era exactamente miedo. O sí. Pero era el miedo antiguo, infantil, que se instala lento y hace ruido.
—No —dijo al aire, sin saber a quién.
Se acercó a la ventana buscando una referencia. Afuera, las luces parecían más tenues. O era su vista, que no encontraba foco.
Y entonces lo vio.
Un reflejo. El suyo. Pero torcido. Cortado. Como si el vidrio —que nunca funcionaba como espejo— se negara a reproducirla bien. Su cara flotaba en un ángulo imposible. Sus ojos —firmes, oscuros— estaban ahí, pero desplazados, como si otra versión suya intentara alinearse desde un borde inclinado del mundo.
Parpadeó.
La imagen no cambió.
El reflejo, incompleto, tenía un gesto que ella no estaba haciendo.
No era la luz. No era el vidrio.
Era otra cosa.
Un frío le bajó por la columna. Su respiración se volvió breve, filosa.
Y antes de poder moverse, antes de pensar, la forma en el reflejo —ese doble torcido— pareció inclinar apenas la cabeza.
Como si la mirara desde el otro lado.
Como si la hubiera estado esperando.
2
La doctora Lucía Montalvo trabajaba como freelance para varias compañías grandes. Psiquiatra, terapeuta, acostumbrada a lidiar con cualquier clase de trastorno laboral. Se había especializado en los casos que nadie quería tocar.
Abrió la puerta de la oficina de Julia sin golpear. Ese era su primer golpe de efecto.
—¿Julia? —preguntó.
—Sí… ¿en qué puedo ayudarla? —respondió ella. Las palmas le transpiraban. No conocía a esa mujer, pero había algo familiar en ella.
—Soy la doctora Montalvo. Estoy haciendo evaluaciones psicológicas de rutina. ¿Tenés veinte minutos? Prometo no aburrirte ni ponerte incómoda. Es más un trámite que otra cosa.
—Adelante —dijo Julia, tratando de disimular su asombro y la ansiedad creciente—. Por favor.
La mujer dejó su bolso en el piso y se sentó sin pedir permiso.
—Estuve revisando tus números —dijo Montalvo—. Tus cierres son casi perfectos. Limpios. Rápidos. Sin errores. Me llamó la atención.
Julia no supo qué contestar. Ella siempre había trabajado bien, pero oírlo así, tan frontal, la incomodó.
—Gracias —dijo finalmente.
—Sin embargo —continuó la doctora—, en tu historial reciente hay cosas que quiero entender: tardanzas, ausencias, cambios de ritmo. Nada grave… pero lo estoy mirando.
El silencio se espesó entre ellas. Julia tragó saliva.
—Problemas personales. Nada que afecte mi desempeño.
La mujer la observó con una paciencia extraña, casi indulgente.
—Quisiera que esta semana tengamos una charla más larga —dijo mientras se levantaba—. No vengo a complicarte. Solo quiero que todo funcione como debe funcionar.
Cuando salió, Julia sintió que la oficina se había achicado.
A mediodía bajó a la cafetería. Hacía semanas que no lo hacía. El lugar estaba casi vacío: dos empleados de ventas, una pareja murmurando, nadie más. Pidió un café negro con azúcar, un sándwich de huevo y pollo, y volvió a su oficina.
3
La mañana siguiente amaneció distinta. Julia lo notó apenas abrió los ojos. No era sueño atrapado ni aturdimiento viejo. Era otra cosa. Una quietud tensa, como si el día esperara el error exacto para quebrarse.
No desayunó. Apenas tomó un vaso de agua. Se vistió sin pensar y salió. Cruzó las dos cuadras con las manos en los bolsillos.
El cielo estaba nublado. Va a llover, pensó. Pero ni eso importaba.
En el lobby, María levantó la vista.
—Llegás temprano —dijo, sonriendo.
—Dormí mal —respondió Julia.
No hablaron más. Julia subió sola. El ascensor subió cinco pisos con el zumbido leve de siempre. Al llegar, el pasillo estaba vacío. Encendió la luz de su oficina, dejó el bolso, prendió la computadora.
Cinco minutos después, golpearon la puerta.
Era Montalvo. El mismo abrigo verde. Una carpeta bajo el brazo. Entró sin prisa, cerró con cuidado.
—Quería ver cómo estabas —dijo.
—Bien.
—¿Segura?
Julia se encogió de hombros.
—Lo suficiente para trabajar.
La doctora dejó la carpeta sobre el escritorio. Se acercó a la ventana y corrió apenas la persiana.
—Hubo varios cortes esta semana —comentó—. Nada grave, pero van a revisar los paneles del quinto piso. Va a haber ruido.
Julia tampoco dijo nada. Montalvo seguía mirando afuera, como buscando algo.
—Dicen que estos edificios guardan demasiadas horas dentro —dijo—. Horas gastadas. Horas mal vividas. No sé si me explico.
Julia frunció el ceño.
—¿Me habla de electricidad o de otra cosa?
La doctora sonrió apenas.
—De las dos. —Tomó la carpeta—. Pasá por mi oficina más tarde y revisamos las modificaciones.
4
Julia apresuró el té frío, frotándose los ojos. Montalvo la estaba esperando. Tenía que ir, pero algo, una fuerza invisible que oprimía su voluntad, le impedía moverse. Hubo un momento de silencio absoluto. No el silencio común de un edificio vacío: era un vacío tajante, una interrupción de todo lo que debería existir entre dos sonidos. La doctora apareció de golpe, como siempre, y la llamó desde la puerta entreabierta.
—Vamos, Julia —apresuró.
Julia no respondió. No opuso resistencia mientras seguía a la doctora, que se encaminaba hacia el otro lado del piso. Hacia el viejo depósito de mantenimiento.
Un golpe se oyó con claridad.
Julia miró a la doctora. Su mandíbula estaba tensa, los ojos muy abiertos, pero la postura era firme, casi desafiante.
—Vámonos —repitió, con voz baja—. Antes de que vuelva a intentar salir.
Un escalofrío subió por la columna de Julia.
—¿Qué… qué es eso? —preguntó, apenas capaz de articular la frase.
Montalvo negó con la cabeza, sin apartar la vista del depósito.
—No acá. No ahora.
Retrocedió un paso. Y por primera vez desde que la conocía, Julia notó que la doctora tenía miedo. No susto, no inquietud. Miedo real. Ese miedo que se aprende con la experiencia.
Otro golpe resonó dentro del depósito. Más lento esta vez. Como si la cosa —fuera lo que fuera— hubiese escuchado la conversación. Como si estuviera esperando.
Montalvo murmuró:
—Caminá despacio. No corras.
Pero ya no podía obedecer. Las piernas le temblaban demasiado, como si el cuerpo decidiera adelantarse a su mente. Aun así, se obligó a moverse. Poco a poco, junto a Montalvo. Pasaron frente a la sala 5B. Las luces del pasillo parpadearon dos veces.
Una tercera.
Montalvo se detuvo.
—Cuando la luz tiembla así, significa que se está… —calló de golpe.
Julia tragó saliva.
—¿Qué? ¿Qué significa?
Montalvo respiró hondo, como si tomar fuerzas.
—Que se está sincronizando.
Julia no entendió.
—¿Sincronizando con qué?
La doctora la miró por primera vez desde que había aparecido en el pasillo.
—Con vos.
El corazón de Julia dio un vuelco tan violento que sintió mareo.
—¿Qué… qué acaba de decir?
Pero antes de que Montalvo pudiera responder, la luz de emergencia sobre ellas hizo un chasquido y se apagó.
No todo el lugar. Sólo esa luz. Justo encima de Julia.
Y la oscuridad que la envolvió no era la oscuridad común del edificio: era más densa. Casi física. Como si tuviera peso.
Montalvo dio un paso atrás.
—Julia… no te muevas.
Una corriente helada recorrió el pasillo. No venía del depósito. Venía de atrás de ella. De una zona vacía del corredor.
Y entonces Julia lo sintió.
No un toque. No un golpe.
Algo le rozó el hombro. Liviano, preciso. Como el dedo de alguien que no estaba realmente allí.
Julia quiso gritar, pero algo la detuvo: una rigidez brutal, como si su cuerpo hubiera sido atrapado desde adentro.
Montalvo susurró, con un tono que nunca le había oído:
—No te des vuelta.
Pero ya era tarde.
La luz sobre Julia parpadeó una vez más. Y en ese único destello, en el reflejo oscuro del vidrio de una puerta cercana, vio una silueta.
Su propia silueta. Pero inclinada hacia adelante. Como si su doble estuviera a punto de susurrarle al oído.
Y movió la boca.
Julia no escuchó palabras. Solo un susurro seco, un sonido imposible, como si viniera de un lugar sin aire.
La luz volvió de golpe.
La silueta desapareció.
La rigidez se disipó.
Julia cayó de rodillas, jadeando.
Montalvo corrió hacia ella, la tomó del brazo.
—Tenemos que irnos —dijo, temblando—. Esto ya empezó.
Julia levantó la vista.
—¿Qué empezó?
Montalvo miró hacia el depósito. El metal vibraba, apenas. Como el latido de algo que aún respiraba.
—La parte en la que esto deja de ser un edificio —dijo la doctora.
5
—Escuchá —dijo frente al ascensor apagado—. Lo que viste ayer en la ventana no fue un reflejo. No exactamente. Y lo que está ahí adentro —señaló con la cabeza hacia el pasillo, sin nombrar el depósito— tampoco es nuevo.
Julia sintió que el piso vibraba, apenas, como si todo el edificio escuchara.
—¿Qué quiere? —preguntó, y la pregunta le salió demasiado sincera, demasiado desnuda.
Montalvo apretó los labios. Su respiración era corta, medida, casi clínica, pero debajo había un temblor que no podía ocultar.
—No quiere —respondió al fin—. Eso sería simple. Esto… reconoce. Eso es lo peligroso.
Julia negó con la cabeza, incapaz de seguirle el hilo.
—¿Reconoce qué?
La doctora la miró como si la respuesta no debiera ser dicha en voz alta.
—A vos.
Julia sintió un hueco en el estómago, como si todas las certezas que sostenían su cuerpo hubieran cedido de golpe.
El ascensor seguía muerto. Las luces parpadeaban. A lo lejos, un golpe reverberó desde el depósito y se extendió por los ductos, lento, como un corazón que recién empieza a recordar que debe latir.
—¿Por qué yo? —susurró Julia.
Montalvo respiró hondo. Un segundo. Dos.
—Porque fuiste la primera que lo vio de frente —dijo con una calma extraña, casi resignada—. La primera con la que intentó copiarse.
El aire del pasillo se tensó, como si alguien hubiese estirado un hilo invisible entre ambas.
—Tenemos que salir —continuó—. Ya mismo. Mientras todavía es sólo… un eco.
Julia no entendía del todo, pero la urgencia en la voz de la doctora era suficiente.
Dieron un paso hacia las escaleras.
Entonces el edificio entero suspiró.
Un sonido largo, profundo, húmedo, como si algo enorme exhalara por todas las rendijas, por todas las paredes, por cada espacio que alguna vez estuvo vacío.
Las luces se apagaron.
Lo último que Julia vio, en ese destello final, fue el rostro de Montalvo tensarse en un gesto que no había visto antes: no miedo. No pánico.
Resignación.
La oscuridad cayó como un telón.
Algo se deslizó detrás de ellas, rozando la pared.
Montalvo la tomó del antebrazo.
—No te detengas —ordenó, en un murmullo que era casi un rezo.
Y así, sin ver nada, sin saber si el piso seguía bajo sus pies, Julia dio el primer paso hacia la escalera.
El edificio volvió a exhalar. Esta vez, más cerca.
Como si estuviera oliéndolas.
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