EL GALPÓN
EL GALPÓN
Mi esposa falleció el invierno pasado. Fue el puto cáncer. El de pulmón. Y si les digo que ella probó nada más que diez cigarrillos en toda su vida, les estoy mintiendo. Jamás fumó. Ni uno solo. Jamás. Pero el cáncer no hace distinciones. Todo el mundo sabe eso. Tenía dos años menos que yo, 68, cinco de los cuales se los pasó luchando enfurecidamente contra la enfermedad. De más está decir que perdió la batalla, pero lo que sí quiero decir es que me llenó a mí de un orgullo enorme el verla pelear así. “No te quedes triste cuando me vaya, Antonio”, me dijo una noche mientras cenábamos. Y cumplí con su pedido. No estoy triste, no quedé triste; más bien es un montón de vacío lo que en realidad siento. Y la echo de menos desde que me levanto hasta que me acuesto. Y a decir verdad, también la extraño en sueños.
A mi esposa nunca le gustó el galpón del fondo. Decía que era un intento estúpido de mi parte para juntar las cosas y porquerías que se compran de viejos. Ah, claro que sí. Tenía razón. Nunca terminé de utilizar el galpón para hacer algo con todas las herramientas y trastos que iba juntando. Y ni siquiera lo mantenía ordenado y limpio. No había organización absoluta. Era una suerte que no tuviéramos hijos que anduvieran jugando y curioseando en el maldito edificio.
O todo lo contrario. Vaya uno a saber.
Las cosas siguen ahí, apiladas, o bien guardadas en el mejor de los casos, para que un día, probablemente cuando me muera, sea demolido y saqueado junto con la vieja casa.
Pero eso aún no sucede, amigos míos.
Hace aproximadamente tres semanas que escuché pasos en el galpón. Una noche de insomnio. No debería haber sido raro: ese lugar siempre tuvo la mala costumbre de recordar lo que uno quiere olvidar. Pero esta vez el sonido venía acompasado, firme, como si algo respirara allí dentro… esperando mi nombre. No era el ruido errático de una rata ni el revoloteo nervioso de un murciélago que hubiera entrado por error. Era un paso humano. O lo que estaba aprendiendo a serlo.
Me quedé inmóvil en la cocina, con un vaso de agua a medio camino entre la mesada y mi boca. Podría decir que me paralizó el miedo, pero sería una mentira amable. Lo que me detuvo fue una sensación más difícil, más vergonzosa: el reconocimiento. Como cuando uno ve una sombra que no debería estar ahí, pero, sin saber por qué, siente que ya la vio antes.
El sonido se repitió: un paso, una pausa, otro paso. Una respiración profunda justo detrás, como si algo tomara aire para intentar un movimiento nuevo. Ese ritmo, esa paciencia… no era de este mundo. O no del mundo que yo conocía.
Apoyé el vaso, tomé la linterna que dejé colgada de un clavo junto a la puerta trasera y empujé la hoja de madera. La noche estaba quieta, demasiado quieta para ser una noche real. Salí al patio con cuidado. Cada centímetro que avanzaba me convencía más de que el aire sabía algo que yo no.
El galpón se elevaba al fondo como una sombra que respiraba. La luna le caía encima como un secreto mal dicho. A veces creo que ese lugar no envejece: sólo muta. Como si absorbiera cada señal de miedo de quienes lo miran.
Caminé despacio, pisando la tierra húmeda. No quería hacer ruido. O quizá me engañaba: quizá lo que realmente quería era no interrumpir. Como si temiera entrometerme en algo que ya estaba en marcha.
Cuando llegué a la puerta sentí un tirón en el pecho. Las cosas que asustan de verdad no son las que aparecen, sino las que parecen estar ahí desde antes de que uno se dé cuenta.
Empujé la chapa.
El galpón respiró, si es posible que los edificios respiren.
Entré.
Silencio.
O algo que se parecía mucho, pero con un leve temblor debajo, como una máquina a punto de arrancar. La luz de la linterna dibujó sombras de herramientas colgando, sogas viejas, cajas cerradas desde hacía años. Todo igual que siempre. Pero el aire tenía una densidad distinta, un espesor tibio, como si alguien acabara de pasar por ahí y se hubiese escondido segundos antes.
Y entonces lo vi.
Las huellas.
Mis propias huellas marcadas en el polvo del piso, entrando y saliendo, una y otra vez, como si alguien —o algo con mi forma— hubiera estado practicando ser yo.
Me arrodillé sin querer, como si las huellas me hubieran tirado de una cuerda invisible. Toqué el borde de una. El polvo estaba tibio. Me ardió la punta de los dedos. Me incorporé demasiado rápido y me golpeé el hombro contra una repisa. El sonido resonó en el galpón como un golpe inesperado en un templo abandonado.
—No —murmuré, aunque no sabía a quién se lo decía.
La linterna tembló en mi mano. El haz se movió, recorrió paredes, herramientas, cajas, y volvió a las huellas, que parecían multiplicarse a medida que las miraba. Como si no fueran marcas pasadas, sino decisiones futuras esperando su turno.
Seguí el rastro. No era una línea recta. Las huellas formaban un patrón extraño: un ir y venir casi matemático, como si alguien hubiera estado ensayando no un recorrido, sino una conducta. Yo doy tres pasos así, vuelvo, giro, apoyo más peso en el talón izquierdo… Exacto. Preciso.
Para cuando me di cuenta, estaba en la parte más oscura del galpón. La linterna apenas alcanzaba a iluminar las vigas. Sentí un tirón en la nuca, como una mirada pegada a la piel.
Entonces pasó.
Un suspiro.
Clarísimo. Lento. No humano, pero tampoco animal. Era un suspiro de imitación. Como si alguien intentara recordar cómo se respiraba para sonar convincente.
—Mostrate —dije. Esa palabra salió sola, casi como un reflejo.
El aire hizo un movimiento. No una brisa: un desplazamiento. Una presencia desplazándose de un lugar a otro sin moverse del todo. La luz de la linterna se distorsionó. Y ahí apareció, en la pared opuesta, un contorno.
No un cuerpo. No una sombra proyectada. Era algo más incierto: un reflejo sin espejo. Un borrón que repetía mi postura con un retraso mínimo, como si estuviera descifrando cómo ser yo desde afuera.
Mi estómago se cerró.
Ese contorno levantó algo parecido a una mano. No tenía dedos definidos, pero la intención estaba ahí. Me devolvía el gesto como quien imita un idioma que apenas acaba de escuchar.
—No —dije de nuevo.
La figura se detuvo.
Y en su quietud había obediencia.
Y en esa obediencia había inteligencia.
Me quedé petrificado. La linterna bajó sola. El contorno dio medio paso hacia adelante. Era el movimiento más humano que había hecho hasta ahora. Preciso. Casi elegante. Como si hubiera estado ahorrando esfuerzo para ese momento.
Retrocedí. El polvo crujió bajo mis zapatillas. Sentí que la figura estaba aprendiendo incluso ese sonido, registrándolo, incorporándolo.
Salí del galpón sin mirar atrás. Cerré la puerta con un golpe seco. Me quedé con la mano apoyada en la chapa helada, tratando de ordenar mi respiración.
Eso fue un error.
Cuando uno se esfuerza demasiado por respirar de manera normal, termina dándole un ritmo fácil de copiar.
Esa noche no dormí. O dormí mal, a pedazos, arrancando el sueño como quien roba fruta ajena. Cada tanto me despertaba escuchando un eco de mis propios pasos dentro del galpón. A veces no eran mis pasos exactamente. Eran casi mis pasos.
Al día siguiente intenté llevar una vida normal. Me dije que nada había pasado. Pero cuando me acerqué al galpón, algo me detuvo. No era miedo. Era intuición. El galpón tenía un olor nuevo, un olor cálido, como de carne humana recién despierta.
No abrí.
Ese mismo mediodía escuché algo adentro. No golpes, no pasos: un arrastre. Como si alguien practicara caminar arrastrando un pie y luego decidiera que era demasiado.
Me fui a la cocina, puse la pava, intenté hacer como que no escuchaba. A la cuarta vez que sentí el arrastre, dejé caer la cuchara.
—Pará —susurré.
Y paró.
Ese silencio fue una respuesta.
La tarde avanzó con una calma falsa. Me encontré vigilando la puerta trasera sin querer. Algo en el aire parecía inclinarse hacia la casa, como si el galpón se hubiera corrido unos centímetros mientras no miraba.
Al caer la noche, los primeros golpes llegaron. Suaves, prolijos. Una secuencia. Tres golpes. Pausa. Dos golpes. Pausa. Uno.
Era un patrón.
Un saludo.
Me quedé despierto hasta las dos de la mañana sentado en la mesa de la cocina, escuchando. Había algo en la organización de esos golpes, en su ritmo, que me resultaba inquietantemente familiar. Como si hubiera escuchado esa misma secuencia en mí mismo: la forma en que tamborileo los dedos cuando estoy ansioso, el modo en que marco tiempos en la mesa cuando pienso.
A las dos y cuarto, la puerta del galpón se abrió.
Sin ruido.
Sin urgencia.
Solo se abrió, con una suavidad casi amable.
Fui hasta la ventana. La luna iluminaba el patio con un resplandor pálido. Lo vi.
Una sombra salió del interior.
Era más alta ahora. Más definida. No era un contorno. No del todo. Estaba logrando cuerpo. Sus movimientos eran más seguros, como si hubiera encontrado un equilibrio que hasta entonces no tenía. Caminaba como yo, con la misma inclinación mínima de hombros, con ese pequeño quiebre en el tobillo derecho.
En un momento se detuvo.
Y sin girar del todo, volvió la cabeza hacia la ventana.
Hacia mí.
No tenía rostro definido, pero sonrió igual. Una sonrisa que no necesitaba boca.
Y dio un paso en dirección a la casa, como si hubiera decidido que ya había practicado lo suficiente adentro.
Me alejé de la ventana, pero no rápido. No quise demostrar miedo. Eso hubiera sido regalarle un gesto nuevo para copiar.
—No vas a entrar —dije en voz baja.
Como si hubiese escuchado, la sombra se detuvo a mitad de camino. Inclinó la cabeza exactamente del mismo modo en que yo lo hago cuando estoy pensando. Y retrocedió un paso. Luego otro. Volvió a entrar al galpón, cerró la puerta y todo quedó en silencio.
No dormí.
A la mañana siguiente salí al patio con la linterna. No porque hiciera falta, sino porque me hacía sentir acompañado. Me acerqué despacio al galpón. La puerta estaba cerrada, pero había algo nuevo: marcas en la tierra, como si alguien hubiera practicado no solo caminar, sino frenar, girar, retroceder. Era un trazado de ensayo.
No abrí.
Me mantuve firme.
El día transcurrió con una normalidad ofensiva. Pero yo podía sentirlo adentro, ajustándose, perfeccionándose. Y, lo peor, esperando.
Esa noche, los pasos comenzaron mucho antes, como si hubiera perdido la paciencia. Los golpes se hicieron más audibles, aunque nunca violentos. Jamás violentos. Era peor: eran… cordiales. Golpes de alguien que aprendió la cortesía.
Me acerqué a la ventana. La luna estaba detrás de una nube, así que el patio era una mancha gris. Entonces vi movimiento.
La puerta del galpón se abrió otra vez.
Pero esta vez no salió una sola figura.
Salieron dos.
Una imitaba mi postura de ayer.
La otra imitaba mi postura de hoy.
Lo que sea que estaba adentro había aprendido a duplicar.
Me quedé quieto.
Las dos sombras caminaron hacia la casa, pero no a la vez. Una avanzaba, la otra retrocedía, como si estuvieran ensayando quién sería la definitiva.
Una de ellas levantó la mano. Esa mano tenía cinco dedos. Perfectos. Copiados.
Y la otra… la otra probó la voz.
—Ho… la…
No fue un saludo humano. Fue una imitación. Pero ya tenía forma.
Mi forma.
Las dos figuras se quedaron quietas frente a la casa. Y entonces entendí la parte más aterradora de todas: no querían entrar.
Estaban esperando que yo saliera.
Esperando que me acercara para decidir cuál de las dos era la mejor versión.
Cuál era la que merecía sustituirme.
Ese fue el pensamiento que me atravesó con una claridad casi amable, como una revelación innecesaria pero exacta. No querían forzar la puerta, ni romper una ventana, ni avanzar con la torpeza violenta de los animales acorralados. Estaban ahí, quietas, respirando —o simulando hacerlo—, esperando algo de mí.
Esperando permiso.
Las dos figuras permanecían inmóviles frente a la casa. No se tocaban entre sí. No parecían comunicarse. Pero había entre ellas una tensión evidente, como la de dos perros sujetos con la misma correa invisible. Una estaba apenas más adelantada, con la cabeza inclinada en el ángulo exacto que yo uso cuando escucho algo que no termino de creer. La otra se mantenía un paso atrás, más rígida, más correcta, como una versión mía concentrada en no cometer errores.
Las miré a través del vidrio durante un tiempo que no sabría medir. Los minutos perdieron sentido. El mundo se redujo a ese rectángulo iluminado por la luna y a la certeza de que, si abría la puerta, algo irreversible iba a elegir por mí.
Sentí la tentación.
Eso fue lo peor.
No el miedo, no el asco, no el pánico seco que me endurecía las manos. Fue la tentación suave, casi razonable, de salir. De enfrentar eso como se enfrentan las cosas importantes: de frente, con el cuerpo. Una parte de mí —la misma que siempre se mete donde no debe— me decía que tal vez había una lógica detrás de todo, una explicación que sólo se revelaría si daba ese paso.
La otra parte, la más antigua, la que no piensa con palabras sino con presión en el pecho, me gritaba que no.
Di un paso atrás.
Las dos figuras inclinaron la cabeza al mismo tiempo.
No fue un reflejo. Fue una respuesta.
—No —dije en voz alta—. No.
Afuera, las figuras permanecieron inmóviles, pero algo en su postura cambió. Una leve decepción, quizá. Un ajuste mínimo en la forma de pararse, como quien toma nota mental de un error.
La más adelantada dio un paso hacia atrás.
La otra avanzó medio paso.
Intercambiaron posiciones con una fluidez que me heló la sangre. No había discusión. No había conflicto. Era una evaluación silenciosa, un cálculo.
Retrocedí hasta apoyar la espalda contra la pared. Sentía el latido del corazón en la garganta. Pensé en correr al dormitorio, cerrar con llave, esconderme bajo las sábanas como un chico. Pero sabía que eso no cambiaría nada. El galpón había aprendido mi casa. Mis rutinas. Mis pausas.
Las figuras se quedaron quietas un minuto más. Luego, como si hubieran llegado a una conclusión provisional, se dieron vuelta y regresaron al galpón. La puerta se cerró con cuidado.
Cuidado humano.
Esa noche no dormí. No por miedo a que entraran, sino por la certeza de que no lo harían todavía. Algo estaba en proceso. Algo que necesitaba tiempo, ensayo, repetición.
Y yo era el modelo.
A la mañana siguiente, encontré la primera nota.
Estaba sobre la mesa de la cocina, escrita con mi letra. No una imitación burda, no una caricatura: mi letra exacta, con mis inclinaciones, mis errores, mis manías. La tinta era de mi lapicera.
Decía sólo una frase:
“Todavía no.”
Me senté despacio. Sentí un mareo leve, como si el piso hubiera cedido apenas. Miré alrededor buscando señales de entrada forzada. Nada. Las puertas estaban cerradas. Las ventanas intactas.
La lapicera seguía en el cajón donde siempre la guardo.
Fui hasta el galpón sin pensar demasiado. La luz del día lo volvía menos amenazante, pero no menos ajeno. Abrí la puerta.
El interior estaba ordenado.
Demasiado.
Las herramientas colgadas con simetría. Las cajas alineadas. El piso barrido. Las huellas habían desaparecido. En el centro del galpón, sobre una mesa vieja, había un cuaderno.
Mi cuaderno.
El que uso para anotar ideas, frases sueltas, recuerdos que no quiero perder. Estaba abierto en la última página escrita.
Me acerqué.
No era escritura automática. No eran garabatos. Eran pensamientos. Mis pensamientos. Pero no exactamente los que había tenido, sino los que podría haber tenido. Versiones alternativas de mí mismo, escritas con una lógica inquietante, como si alguien hubiera entendido mi mente pero no del todo.
Frases incompletas. Reflexiones torcidas. Dudas que nunca había formulado en palabras.
Y entre ellas, repetida varias veces, una línea:
“Uno de los dos sobra.”
Cerré el cuaderno.
Sentí el impulso irracional de pedir disculpas.
—No —dije en voz baja—. Esto no es así.
El galpón estaba en silencio, pero el silencio tenía atención. Me observaba.
Esa tarde, cuando volví a la casa, encontré otra nota. Esta vez en el baño, sobre el espejo. Escrita con vapor, como si alguien hubiera respirado ahí durante una ducha que yo no había tomado.
“Estamos mejorando.”
Las noches siguientes se volvieron un ejercicio de resistencia. No salían siempre. A veces sólo se oían pasos. A veces golpes suaves, ensayos de saludo. En una ocasión escuché una risa breve, mal calibrada, como si alguien hubiera activado el recuerdo equivocado.
Dejé de mirarme en los espejos.
No por superstición, sino por prudencia.
Empecé a notar cambios en mí.
Pequeños. Insidiosos. Olvidos mínimos. Gestos repetidos sin conciencia. Palabras que salían con un tono ligeramente distinto, como si me escuchara desde afuera. A veces tenía la sensación de estar copiándome a mí mismo.
Eso fue lo que más miedo me dio.
Una noche, decidí hablar.
Me paré frente al galpón, con la linterna apagada, las manos vacías. La luna estaba alta. La puerta se abrió casi de inmediato.
Salieron.
No dos esta vez.
Tres.
La tercera era nueva. Más torpe. Más incompleta. Pero tenía algo distinto: me miraba con una atención casi afectuosa.
—Basta —dije—. No voy a salir. No voy a entrar. No voy a elegir.
Las figuras no se movieron.
—Esto termina acá.
Una de ellas levantó la mano.
—No —dijo—. Esto empieza.
La voz era casi perfecta.
Sentí náuseas.
—¿Qué quieren?
Hubo una pausa. Las figuras se miraron entre sí. Una inclinó la cabeza. Otra corrigió la postura. La tercera dio un paso adelante.
—Continuar —dijo—. No morir. No quedar solos.
—¿Solas? —pregunté.
—Abandonadas —corrigió—. Como vos.
La palabra me golpeó con una precisión cruel.
—Yo no las hice —dije.
—Nos pensaste —respondió—. Nos guardaste. Nos dejaste acá.
Miré el galpón. Recordé cosas. Pensamientos que había encerrado ahí sin saberlo. Miedos viejos. Versiones de mí que no quise ser. Decisiones que no tomé.
—No pueden salir —dije—. No como yo.
—Uno sí —respondió la figura más adelantada.
—¿Y el otro?
—Desaparece.
El viento se levantó de golpe. Las hojas del patio crujieron. La casa pareció encogerse detrás de mí.
—No —repetí.
Las figuras avanzaron un paso.
—Elegí —dijeron.
Sentí algo romperse adentro. No un hueso. Una idea.
Comprendí entonces que el galpón no estaba creando copias. Estaba destilando. Separando capas. Puliendo versiones. Yo no era el original. Nunca lo había sido del todo.
Di un paso hacia atrás.
Las figuras avanzaron otro.
—No —dije—. Si uno sobra… que sea yo.
Hubo silencio.
Un silencio nuevo. Denso. Sorprendido.
Las figuras se miraron. La tercera, la más incompleta, se desdibujó un poco.
—Eso no estaba previsto —dijo una.
—Lo aprendemos —dijo otra.
Sentí el piso vibrar. El galpón emitió un sonido profundo, como un suspiro viejo.
—Entonces entren —dije—. Pero no salgan más.
Las figuras dudaron. Por primera vez, dudaron de verdad.
La puerta del galpón se abrió sola.
Adentro, el espacio parecía más grande. Más hondo.
Las figuras comenzaron a entrar, una por una. A medida que lo hacían, algo se desprendía de mí. No físicamente. Era otra cosa: un alivio doloroso. Como perder recuerdos que pesan.
La última figura se volvió hacia mí.
—Gracias —dijo.
—No —respondí—. Perdón.
La puerta se cerró.
El galpón quedó quieto.
Pasaron días. Semanas.
Nada volvió a salir.
Yo seguí viviendo.
Pero a veces, al caminar, noto que mi paso es distinto. Más liviano. Como si me faltara algo. Y otras veces, cuando paso frente al galpón, juro escuchar risas apagadas, conversaciones qu
e no entiendo, como si adentro hubiera una vida completa, ensayando cómo ser yo… pero ya no necesitándome.
Y entonces me pregunto —sin miedo, casi con alivio— si realmente fui yo el que quedó afuera.
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