EL VIGILANTE
EL VIGILANTE
Alguien hablaba cerca, o quizá era un murmullo dentro de mi cabeza, como si una multitud invisible contuviera el aliento mientras yo avanzaba. Pasos. Manos. El aire vibrando. Ese calor insistente bajo los pies, como si la ciudad entera ardiera solo para mí.
El mundo había empezado a quebrarse mucho antes, aunque entonces yo lo ignoraba. Nadie reconoce el inicio del horror: uno lo descubre cuando ya lo tiene pegado a la piel, como un olor que no se va. Mi historia —si merece llamarse así— comenzó en una casa de provincia, un verano demasiado brillante, con el llanto de un recién nacido y la intuición infantil de que el mundo estaba lleno de grietas que los demás preferían ignorar.
Desde lejos, la infancia parece más clara: el sol cae distinto, y la muerte es apenas un concepto ajeno. Pero mis pérdidas llegaron temprano. No tuve tiempo de creer en la firmeza de nada. Primero una enfermedad que se llevó a un familiar cuyo rostro recuerdo más por fotos que por memoria. Después, un accidente. Luego ese silencio espeso que queda en las casas donde aún hay gente viva, pero no entera.
Crecer entre rajaduras te enseña a oír lo que otros no escuchan. Y yo escuchaba: respiraciones fuera de lugar, tensas voces provenientes de las paredes, ecos atrapados en los cuartos. A veces me despertaba, avanzaba hasta el pasillo y sentía que alguien había pasado segundos antes. No tenía miedo. No aún. Era atención. Algo me observaba incluso cuando yo no lo veía.
Mis padres intentaron mantenerme a flote: con la escuela, la música, la literatura, mis cuadernos, que llenaba de relatos y poemas. Pero la música, por ejemplo, no era solo música. Era una vibración que convocaba otra cosa. Cuando tocaba la guitarra o el piano, algo respondía: un peso en el ambiente, una presencia silenciosa inclinándose hacia mí. Y lo mismo sucedía cuando escribía. A veces las palabras cambiaban de lugar; o se ubicaban de manera que formaban frases sin sentido aparente. O en ocasiones decían otra cosa de lo que yo había escrito un momento antes.
Con los años aprendí a convivir con eso. Crecí, me metí de lleno en el arte, en los escenarios, en las calles. Y también crecieron las sombras: figuras en el borde de mi visión, sueños demasiado reales, una intuición que no sabía si era don o condena.
Una noche soñé algo que no era sueño: una habitación larga y húmeda, como si respirara. Una puerta entreabierta. Alguien lloraba detrás. Avancé sin sorpresa, como si ya supiera lo que iba a encontrar. Pero al empujarla solo vi un espejo. En él, detrás de mi reflejo, un niño descalzo. Los pies negros, cubiertos de ceniza. No parpadeaba. Intenté hablarle: la habitación se quebró en líneas que parecían raíces podridas.
Desperté sudando. Lo que me paralizó fue un detalle: el niño estaba sobre un pavimento oscuro que absorbía el calor. La misma sensación que tendría muchos años después, cuando me llevaban sin saber adónde ni quién me guiaba.
Nunca conté ese sueño. Hasta hoy.
Debo reconocer que tanto la música como la escritura me mantenían cuerdo. O eso creía. Porque cuanto más profundo entraba en mis creaciones, más cerca sentía esa presencia. No era un fantasma ni un demonio. Era algo más antiguo, sin rostro, pero con hambre: no de carne, sino de conciencia.
Siempre pensé que los artistas inventan mundos. Pero algunos —los que nacen con una grieta— no inventan: escuchan. Registran. Filtran algo que vive al borde de la realidad, esperando una fisura para entrar.
La mía se abrió una noche en que escribía. La casa en silencio. La ciudad dormida. Estaba trabajando en una escena trivial. Lo importante ocurrió a las 3:17. El ventilador se detuvo de golpe, como si alguien le hubiera arrancado el tiempo. Luego, un susurro detrás de mí.
—No estás solo.
Me di vuelta. Nadie. Pero el aire tenía densidad, olor a humedad vieja. Miré el cuaderno y vi algo que me heló: una frase escrita con mi letra, pero que yo no había escrito.
Estaba en un túnel.
Cuatro palabras. Venían de un futuro que aún no había vivido.
Desde esa noche supe que algo me seguía. Algo que había estado conmigo desde siempre: en mis silencios de niño, en mis canciones, en mis cuadernos.
Viví como en un relato de Lovecraft: escribí, amé, perdí, viajé. Algunos días olvidaba la sombra; otros era imposible. Me hablaba en sueños, me rozaba la nuca, dejaba señales solo para mí.
Hasta que llegó aquella noche.
El calor. Las manos sujetándome. El andar obligado. La certeza de un destino que no había elegido. Perdí la vista clara de las cosas.
Cuando recuperé la visión, supe que no era en un hospital donde me encontraba. Era un espacio blanco, amplio, iluminado por una luz sin lámparas: una luz que latía.
Una mujer hablaba cerca, su voz como a través del agua.
—Volvió —dijo alguien—. Él volvió.
Un hombre se inclinó. Ojos tan oscuros que parecían pozos.
—Te queda poco tiempo —dijo.
Intenté preguntar algo. Él pareció leerlo.
—El vigilante te encontró. Y cuando te encuentra, es porque te reclama.
La palabra vigilante me atravesó.
—No resistas —añadió—. Estás marcado desde el principio.
Tomó mis manos: ardían. Miré mis pies: negros, como los del niño del sueño.
La mujer murmuró:
—No lo dejen verlo todavía. Podría quebrarse.
Pero ya lo veía. O lo recordaba.
El vigilante era una sombra que respiraba por sí misma, era un huésped silencioso en mis sueños y en mis silencios. Una presencia antigua, paciente. Siempre estuvo ahí, esperando que creciera, que mis emociones adquirieran forma para reclamarme.
El tiempo en ese lugar no fluía: caía hacia arriba. Los rostros flotaban, distorsionados. La mujer lloraba. El hombre recitaba un idioma desconocido. Y el vigilante respiraba. Me examinaba. Se alimentaba de mi miedo.
—¿Por qué yo? —pregunté, o pensé.
La respuesta vino de todas partes:
—Porque siempre fuiste mío.
La luz se quebró. El aire colapsó. Y entonces lo vi.
No a Él. A mí.
De pie sobre una superficie que no era suelo: era carne palpitante. Caminaba sobre una lengua gigantesca hacia un vacío sin fondo. Mis pies ardían, no por el calor, sino por reconocimiento. Ya había estado allí: ese lugar entre sueño y muerte, entre realidad y grieta. El sitio al que vamos cuando perdemos algo o cuando sentimos una presencia estando solos.
Mi otro yo habló con mi voz:
—No intentes escapar. No hay afuera.
La luz volvió. La mujer retiró su mano.
Y desperté en mi cama. Mi cuarto. Mis cosas. El ventilador girando.
Menos una cosa.
Mis pies: negros. No de tierra. De ceniza.
Y una frase escrita en la pared, demasiado alta para haberla alcanzado yo:
Cuando el vigilante despierte del todo, no vas a poder volver.
A veces pienso que fue un delirio. Pero camino y siento el suelo frío.
Sé que Él sigue ahí. Que la grieta está abierta. Y que algún día, cuando esté cansado o distraído, el vigilante despertará por completo.
Entonces no habrá música, ni historias, ni mundo al que aferrarme.
Solo Él.
Y mis pies viejos avanzando hacia el lugar donde no existe el afuera.
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