JULIA

Capítulo 1

En la noche que precede al amanecer —esa franja espesa donde la oscuridad parece haberse decidido a quedarse un rato más— Julia caminaba apresurada por la vereda de la Avenida San Martín. La ciudad todavía estaba dormida, con un silencio frío que no era del todo silencio: los autos aislados que pasaban, el ulular lejano de una ambulancia, el murmullo subterráneo de un sistema urbano que nunca descansaba del todo. El aire cortaba la cara como un papel húmedo, y Julia sentía los dedos tiesos dentro de los guantes de lana que ya no abrigaban lo suficiente.

Caminaba rápido. Más rápido de lo que su cuerpo, últimamente cansado, parecía dispuesto a permitir. Porque llegaba tarde. Otra vez.

En los últimos dos meses había faltado tres días completos y había llegado tarde treinta veces. Treinta de sesenta. Una proporción grotesca para alguien que solía ser ejemplo de puntualidad. Julia había sido llamada tres veces por Recursos Humanos, uno de esos departamentos que ella siempre había asociado con gente sonriente, vestida en colores pastel, que buscaba suavizar realidades duras por correo electrónico. Y eso mismo habían hecho: enviarle un mail disciplinario disfrazado de recordatorio amable.

Pero esa no era la raíz del problema. La raíz era otra, más honda y más muda: Julia ya no se encontraba a sí misma en ningún lugar. Había días en los que se despertaba sintiendo que algo, sin nombre, la estaba esperando afuera de la cama. Algo inevitable. Algo que no quería ver.

Y aun así se levantaba. Se vestía. Se ataba el cabello. Y salía.

En los últimos dos meses también había hablado con medio mundo dentro de la Compañía de Seguros: analistas, contadores, abogados, asistentes de áreas que ni sabía que existían. Todos parecían necesitar algo de ella. Todos parecían llevarle trámites, notificaciones, reclamos. Todos parecían, sin quererlo, desordenarle la cabeza.

La empresa era enorme, un monstruo administrativo con sucursales en lugares donde Julia jamás pondría un pie. Era como un McDonald’s de las aseguradoras, una franquicia del riesgo ajeno. Pero ese dato, como tantos otros, le importaba un pito. Ella trabajaba sola. Revisaba pólizas, cerraba contratos. Lo hacía bien. Lo hacía rápido. Lo hacía sin necesidad de supervisión. Tenía una oficina propia, lejos de los cubículos donde el resto de los empleados se apiñaban como gallinas de oficina, repiqueteando en teclados ajenos.

Ganaba en un mes lo que un médico común en un año. A veces pensaba que era una injusticia. A veces no pensaba nada.

Pero todo eso —su sueldo, su eficiencia, su independencia— no servía de mucho cuando vivía a dos cuadras de la oficina y aun así llegaba tarde. Dos cuadras. Doscientos pasos. Y ahora era jueves. Y llegaba tarde por tercera vez esa semana.

Entró al edificio. Saludó a María, la recepcionista, cuya sonrisa profesional no flaqueaba ni a las cinco de la mañana. Julia no alcanzó a disfrutar la calidez luminosa del lobby. Había visto que el ascensor estaba por cerrarse y se lanzó casi a trote.

Llegó justo, pero no suficiente. Desde adentro, una voz de hombre dijo:

—No subas, ya está con sobrepeso.

Las puertas se cerraron en cámara lenta, como si el metal quisiera asegurarse de que ella viera su propio reflejo distorsionado justo antes del golpe final. Julia sintió cómo la sangre se le subía a la cara, caliente y humillante. Mostró una sonrisa partida, sin ganas, y subió por las escaleras.

Cinco pisos. Un número ridículo para quien vivía haciendo ejercicios mentales más agotadores que cualquier escalón. Pero ese día cada piso se sintió más largo. Más inclinado. Más ajeno.

Cuando llegó arriba, las puertas corredizas del sector administrativo se abrieron automáticamente, emitiendo un murmullo suave que contrastaba con su respiración agitada. Julia entró al pasillo. Estaba vacío. Apenas iluminado. A esa hora, el piso parecía un cuadro sin terminar.

Su oficina la esperaba como siempre: silenciosa, ordenada, pulcra. El lector biométrico hizo un ligero chasquido cuando apoyó el pulgar. Julia entró y cerró la puerta detrás de sí. La calefacción central había dejado el aire tibio, aunque no lo suficiente para borrar el temblor en sus manos.

La oficina —su jaula dorada— tenía un pequeño salón contiguo para reuniones privadas. Una pared de vidrio daba a la calle, y desde allí se veía la vereda húmeda por el rocío, la línea torpe de árboles plantados sin convicción por el municipio, las luces trémulas de la avenida.

Julia dejó los guantes sobre el escritorio. Respiró hondo. Quería, necesitaba, un día normal. Uno solo. Sin llamadas urgentes. Sin correos inquisidores. Sin gente apareciendo en su puerta con carpetas en la mano.

Pero entonces, sin aviso, la luz se cortó.

La oficina quedó sumida en una penumbra densa. Los artefactos eléctricos emitieron un quejido apagado antes de morir. El silencio que siguió fue absoluto, un silencio grande, profundo, como si el edificio entero hubiese sido tragado por un pozo.

Julia sintió algo en el pecho. No era miedo. O sí. Pero era ese miedo antiguo, casi infantil, que no se presenta con gritos sino con un latido lento que se vuelve audible.

—No —dijo al aire, sin saber a qué le hablaba.

Se levantó de golpe, empujada por una mezcla de ansiedad irracional y la necesidad de saber qué demonios estaba pasando. Se acercó a la ventana. Afuera, las luces de la calle también parecían más tenues. O quizá era su propia vista, empañada por la oscuridad interior.

Se inclinó hacia el cristal. Buscaba ver si la cuadra estaba a oscuras, si había autos detenidos, si todo era parte de un apagón general.

Y entonces lo vio.

No fue un rostro, exactamente. Fue su reflejo. Pero distorsionado. Cortado. Como si el vidrio, al no ser un espejo, se negara a reproducirla tal cual era. La forma de su cara parecía flotar en un ángulo imposible. Sus ojos, normalmente firmes y oscuros, estaban allí… pero desplazados, como si otra versión de ella intentara alinearse desde un lugar oblicuo.

Julia parpadeó.

La imagen no se corrigió.

El reflejo, incompleto, tenía un gesto que ella no estaba haciendo.

No era la luz. No era el vidrio.

Era otra cosa.

Una corriente fría le recorrió la columna. Su respiración se aceleró, breve y cortante.

Y antes de que pudiera alejarse, antes de que pudiera pensar algo coherente, la forma del reflejo —ese doble torcido— pareció moverse apenas, inclinando la cabeza hacia ella.

Como si la estuviera observando desde el otro lado.

Como si hubiera estado esperando.

Capítulo 2

Cuando volvió la luz, Julia estaba todavía junto a la ventana. No recordaba haber dado un paso atrás ni haberse movido. Simplemente estaba ahí, con la mano apoyada en el vidrio frío, como si hubiera intentado sostener algo que se le escapaba. El reflejo ya no tenía nada extraño. Era ella. O lo que quedaba de ella esa mañana.

Se sentó. No hizo nada durante un largo rato. Miró la mesa ordenada, un orden que ya no la tranquilizaba. Escuchó el zumbido del aire acondicionado cuando volvió a encenderse. Se frotó las manos, todavía heladas. Tenía que trabajar. Eso pensó: trabajar. A veces lo único que podía hacer era aferrarse a esa palabra.

A las ocho y diez golpearon su puerta.

—¿Julia? —era la voz de Esteban, el chico nuevo de legajos. No debía tener más de treinta años. Siempre parecía un poco nervioso, como si temiera molestar.

—Adelante —dijo ella.

Esteban entró con una carpeta contra el pecho. Miró alrededor como si su oficina fuera territorio extraño.

—El sistema se cayó un momento. Nada grave —dijo él—. Ya volvió todo. Pensé que quizás necesitabas este informe antes de las diez.

Ella tomó la carpeta.

—Gracias.

Él no se movió. Siguió ahí parado, los brazos caídos.

—¿Estás bien? —preguntó.

Julia levantó la vista. No esperaba la pregunta. No de él.

—Sí —dijo—. Fue un corte de luz nada más.

Esteban asintió. Pero no pareció convencido. Tampoco insistió. Antes de irse agregó:

—Si necesitás algo, estoy en el cubículo del fondo. Al lado de donde estaba el señor Álvarez.

Julia no preguntó nada sobre Álvarez. No quería saber. Apenas levantó la mano a modo de despedida.

Cerca de las nueve llegó al piso una mujer a la que Julia no había visto nunca. Llevaba un abrigo verde oscuro y un bolso grande de cuero. Pasó caminando por el pasillo con paso firme. Miraba a todos, como tratando de adivinar algo en los rostros. Era elegante. Aunque no demasiado. Elegante de un modo antiguo, como alguien que no está totalmente al día pero tampoco pretende estarlo.

Golpeó la puerta de Julia sin esperar respuesta y entró.

—Vos debés ser Julia —dijo la mujer.

—Sí. ¿Nos conocemos?

—Todavía no. Soy la doctora Ailén Montalvo. Estoy reemplazando al señor Castillo por un tiempo. Auditoría interna.

La palabra “auditoría” cayó en el aire con un peso seco. Julia se acomodó en la silla.

—Ah. Bienvenida entonces —dijo.

La mujer dejó su bolso en el piso y se sentó sin pedir permiso.

—Estuve revisando tus números —dijo Montalvo—. Tus cierres de contrato son casi perfectos. Flujo limpio. Sin demoras. Sin errores. Me sorprendió.

Julia no supo qué contestar. Siempre había trabajado bien. Pero escuchar aquello, dicho de manera tan directa, la inquietó.

—Gracias —dijo.

—Sin embargo —continuó la mujer—, hay algo en tu historial reciente que me interesa entender. Tardanzas. Inasistencias. Cambios en los tiempos de revisión. Nada grave, pero… digamos que lo estoy mirando.

Un silencio se instaló entre ellas. Julia tragó saliva.

—Problemas personales. Nada que afecte mi desempeño.

La mujer la observó un momento más. No con desconfianza. Más bien con una especie de paciencia extraña.

—Me gustaría que esta semana charlemos con más calma —dijo Montalvo mientras se ponía de pie—. No vengo a complicarte. Solo quiero que todo funcione como debe funcionar.

Cuando salió, Julia sintió que la oficina había encogido un poco.

Al mediodía bajó a la cafetería del edificio. No lo hacía desde hacía semanas. El lugar estaba casi vacío: dos empleados de ventas, una pareja discutiendo en voz baja y un hombre que tomaba café solo, mirando el teléfono sin tocarlo. Julia pidió un té negro. No tenía hambre.

Se sentó junto a la ventana. Afuera, la avenida estaba llena de autos y peatones. Nadie parecía estar huyendo de nada. Nadie miraba su propio reflejo como si fuera otro.

Esteban apareció con una bandeja y se acercó.

—¿Puedo? —preguntó.

Julia asintió. Él dejó su café y un sándwich en la mesa. Se veía incómodo pero determinado.

—¿Tenés un minuto? —dijo. Se inclinó un poco hacia ella—. Necesito preguntarte algo. Puede sonar raro.

Julia lo miró, sin saber qué esperar.

—Decime.

Esteban respiró hondo.

—¿Vos sentiste algo raro cuando se cortó la luz? No sé… un ruido, una vibración, no sé cómo decirlo. Algo que no… que no debería estar ahí.

Julia sintió un pequeño vacío en el estómago.

—¿Por qué lo preguntás? —dijo sin levantar la voz.

Esteban jugó con la taza, moviéndola apenas.

—Es que… —hizo una pausa—. No era solo el corte. Yo estaba entrando al pasillo cuando pasó. Y por un segundo… —la frase quedó suspendida— …me pareció ver una sombra moverse adentro de tu oficina. No vos. Otra cosa. Más baja. Rápida.

Julia no dijo nada. No podía.

Él agregó, casi en un susurro:

—Quizá me lo imaginé. Quería saber si vos… nada, si vos también sentiste algo. Eso.

Julia respiró un poco más profundo. Y dijo, apenas:

—No sé lo que vi.

Esteban asintió. Como quien reconoce en silencio que era la única respuesta posible.

Más tarde, ya de regreso en su oficina, Julia cerró la puerta con llave. Apoyó la frente en el borde frío del vidrio. Afuera la tarde se estaba volviendo gris.

El reflejo volvió a formarse. Esta vez completo. Esta vez normal.

Pero ella no se movió.

Porque sabía —igual que sabía que respiraba, igual que sabía que algo en su vida había empezado a resquebrajarse— que aquel reflejo no había sido un error ni una ilusión.

Sabía que había algo del otro lado.

Y que la oscuridad de la mañana no se había ido del todo.

Capítulo 3 

La mañana siguiente empezó distinta. Julia lo notó apenas abrió los ojos. No había sueño atrapado en la cabeza, ni ese aturdimiento familiar de los últimos meses. Era otra cosa. Una sensación quieta, como si el día estuviera esperando que hiciera un movimiento en falso.

No desayunó. Apenas tomó un vaso de agua. Se vistió sin pensar demasiado y salió de su departamento. Cruzó las dos cuadras que separaban su casa del edificio de la compañía sin mirar a nadie, con las manos dentro de los bolsillos.

El cielo estaba nublado. “Va a llover”, pensó. Pero ni siquiera eso parecía importarle.

En el lobby estaba María, como siempre. Esta vez, sin embargo, la mujer levantó la vista apenas la vio.

—Llegás temprano —dijo, sonriendo un poco.

—Sí —respondió Julia—. Dormí mal.

—Bueno, a veces pasa.

No hubo más conversación. Julia subió al ascensor sola. Nadie le dijo nada sobrepeso. Nadie la miró de reojo. Subió los cinco pisos sin escuchar ninguna voz, ningún ruido del edificio más allá del zumbido del motor.

Cuando las puertas se abrieron, el pasillo del piso estaba vacío. Julia caminó despacio hacia su oficina. Encendió la luz, dejó el bolso en la silla y encendió la computadora.

A los cinco minutos golpearon la puerta.

Era la doctora Montalvo.

Vestía el mismo abrigo verde oscuro del día anterior. Traía una carpeta bajo el brazo, pero no parecía tener prisa. Entró y cerró la puerta con cuidado.

—Quería ver cómo estabas —dijo.

—Bien —respondió Julia.

—¿Segura?

Julia se encogió de hombros.

—Lo suficiente para trabajar.

La doctora dejó la carpeta sobre el escritorio. Se acercó a la ventana y corrió apenas la persiana, lo justo para dejar entrar un hilo de luz.

—El edificio tuvo varios cortes esta semana —dijo mientras miraba hacia afuera—. No sé si te lo comentaron. Problemas eléctricos. Viejos. Nada grave, pero empiezan a revisar los paneles del quinto piso hoy. Va a haber ruido.

Julia no dijo nada. Montalvo siguió mirando por la ventana, como si buscara algo en la calle.

—Hay quienes creen que estos edificios guardan demasiadas horas dentro —dijo—. Horas gastadas. Horas malvividas. No sé si me explico.

Julia frunció el ceño.

—¿Me está hablando de electricidad o de otra cosa?

La doctora sonrió, apenas.

—De las dos —dijo. Luego tomó la carpeta—. Pásate por mi oficina cuando puedas. Quiero revisar con vos unas modificaciones.

Cuando se fue, Julia quedó con la sensación de que algo en la conversación no había terminado.

A media mañana, Esteban apareció con una hoja en la mano.

—Perdón —dijo desde la puerta—. ¿Tenés un minuto?

Julia asintió. Él entró y cerró la puerta, aunque no hacía falta.

—Me llamaron de Seguridad —dijo—. Quieren que revise los reportes de movimiento del pasillo del quinto piso durante el corte de ayer. No saben qué fue esa sombra. Pensaron que podía ser un error del sensor. Pero lo revisaron y… no parece serlo.

Julia sintió un nudo leve en el estómago.

—¿Y qué esperás que haga yo? —preguntó.

—Nada —respondió él—. Pero quería que supieras que no soy el único que vio algo. Dicen que en la cámara del pasillo… —se detuvo, como buscando palabras— …se ve una figura. No muy clara. Ni alta ni baja. Como si pasara corriendo por afuera de tu oficina.

Julia lo miró fijo.

—Esteban, escuchá. No quiero meterme en líos. Ni con Seguridad, ni con nadie.

Él asintió, jugando con la hoja entre los dedos.

—Lo entiendo. Pero pensé que… bueno, que te podía interesar.

Julia abrió la boca para responder, pero no llegó a decir nada. Un sonido grave, metálico, recorrió el piso. Algo así como un golpe seco en la estructura del edificio. Esteban se quedó quieto. Julia también. Después vino otro golpe, más suave, como si algo se hubiese desplazado a través de las paredes.

—Deben ser los técnicos —dijo Julia, aunque no sonaba convencida.

Esteban miró hacia el pasillo.

—Sí —dijo—. Puede ser.

Quiso decir algo más, pero no lo hizo. Salió de la oficina despacio, sin cerrar del todo la puerta.

Alrededor de las dos de la tarde, Julia bajó nuevamente a la cafetería. No había dormido bien la noche anterior, y el cuerpo le pedía azúcar o calor o algo que no tenía nombre.

Pidió un café con leche. Mientras esperaba, vio al hombre del día anterior: el que tomaba café solo mirando el teléfono. Estaba en la misma mesa. En la misma posición. Sin tocar el celular.

Él levantó la vista y la miró. No fue una mirada incómoda, ni invasiva. Solo una mirada sostenida, como si estuviera intentando recordar dónde la había visto.

—Trabajás en el quinto piso —dijo él, sin rodeos.

Julia se quedó inmóvil.

—Sí. ¿Nos conocemos?

—No —dijo el hombre—. Pero yo trabajo en mantenimiento. Electricidad. Me llamo Jorge.

Julia asintió.

—El corte de ayer fue raro —agregó él—. Muy raro. No entiendo cómo explicar… —se detuvo, pensando—. Hubo un pico en el sistema, pero el origen no coincide con ningún tablero del edificio.

Julia sintió un escalofrío que no supo justificar.

—¿Entonces de dónde salió? —preguntó.

Jorge tomó un sorbo de café, sin apuro.

—No lo sé —dijo finalmente—. Pero no salió del edificio. Eso seguro.

Julia no respondió. Jorge dejó la taza, se puso de pie.

—Si sentís algo extraño allí arriba —dijo—. Un ruido, un frío, algo en las luces… llamame. No esperes a que lo vea Seguridad. Llamame a mí.

Sacó una tarjeta arrugada del bolsillo y se la dejó sobre la mesa. Era blanca, simple, con un número de celular y su nombre.

—Estamos revisando el quinto piso esta semana —agregó—. Y no está mal tener dos ojos atentos en lugar de uno.

Julia tomó la tarjeta.

—Gracias —dijo, aunque no estaba segura de por qué.

Jorge asintió con una especie de gravedad tranquila. Luego se fue.

Julia miró la tarjeta un largo rato. No supo qué pensar. No supo qué temer.

Subió a su oficina sin hablar con nadie.

Cuando cerró la puerta, sintió otra vez ese silencio espeso, como si el edificio contuviera la respiración.

Se acercó a la ventana. Miró su reflejo. Estaba normal.

Pero justo cuando estaba por apartarse, notó algo en el vidrio.

Una marca. Una mancha. Algo así como la sombra de un dedo.

Como si alguien —o algo— hubiera tocado el cristal desde adentro.

.

CAPÍTULO 4

A la mañana siguiente, el sol apenas llegaba a la vereda cuando alguien golpeó la puerta. No fue un golpe fuerte; más bien dos toques cortos, como si quien tocara no estuviera del todo seguro de querer ser escuchado. Yo estaba en la cocina sirviéndome café. El ruido me hizo levantar la cabeza y quedarme quieto un par de segundos.

—¿Esperás a alguien? —preguntó Mabel desde la mesa, sin mirarme.

Negué con la cabeza. Ella volvió a su cuaderno, donde hacía listas que nunca me mostraba y que, según decía, “eran para tener las cosas claras”. Desde hacía un tiempo yo tenía la sensación de que esas listas no hablaban de las cosas, sino de mí.

Fui a abrir. En la puerta estaba Diego, el sobrino de Clara. Tendría unos veintidós años, flaco como un tallo y con una expresión ansiosa que disimulaba poco.

—¿Puedo pasar? —dijo.

Lo dejé entrar. Tenía las manos en los bolsillos, y eso era raro, porque hacía calor. Se quedó parado en el living, como si entrar más fuese un acto muy consciente.

—Mi tía... —empezó a decir. Tragó saliva—. No volvió anoche.

No supe qué responderle. Sentí el impulso de decir “Va a aparecer”, como se dice cuando uno no sabe qué otra cosa decir, pero la forma en que Diego se frotaba la nuca me frenó. Mabel apareció en la puerta de la cocina.

—¿Qué pasó? —preguntó.

—Mi tía —dijo él—. Clara.

Mabel bajó la mirada, como quien reconoce un nombre que preferiría no oír.

—¿La buscaste en lo de su amiga? —pregunté.

—En todos lados —dijo Diego—. Y nadie la vio.

Se sentó en la punta del sillón, rígido. Miraba el piso, no a nosotros. De pronto levantó la vista y dijo:

—Usted habló con ella ayer, ¿no?

Asentí. Me senté en la silla frente a él. Mabel apoyó la mano en el respaldo, como si estuviera lista para irse si la conversación tomaba un giro que no le gustara.

—Me pidió un martillo —dije.

Diego frunció las cejas.

—¿Un martillo?

—Sí. Dijo que lo necesitaba para arreglar algo.

—¿Y para qué? —preguntó él.

Me quedé callado. No sabía si debía contar lo de la casa del final de la calle. No sabía si iba a sonar ridículo, o peor, como si estuviera encubriendo algo sin querer.

Mabel intervino:

—Seguro lo usó para colgar un cuadro o algo así. No te hagas la cabeza.

Diego la miró, pero no pareció convencido. Se levantó, caminó hasta la ventana y corrió un poco la cortina. Miró hacia la calle desierta. Luego se volvió hacia mí.

—Mi tía no colgaba cuadros —dijo.

Yo no supe qué responder. Él parecía estar esperando que yo le diera una información concreta, algo que pudiera usar. Pero no tenía nada.

—¿La casa del fondo? —dijo de pronto.

Mabel dejó caer la mano del respaldo.

—¿Qué casa del fondo? —preguntó.

—Esa —dijo Diego, señalando con la cabeza hacia la cuadra, sin necesidad de nombrarla—. La que todos dicen que está vacía. La que… —no terminó la frase.

Abrí la boca, pero no dije nada. No sabía cuánta información era demasiada. Mabel se me adelantó.

—Son historias de barrio —dijo—. Nada más.

Diego nos recorrió con la mirada, como si estuviera evaluando cuánto de todo eso era mentira. Luego suspiró, se acomodó la mochila al hombro y dijo:

—Si saben algo, lo que sea… llámenme.

Nos dejó su número anotado en un papelito arrugado. Se fue sin despedirse.

Cuando la puerta se cerró, Mabel exhaló un suspiro largo, como si llevara rato sosteniéndolo.

—No te metas —dijo.

—No estoy metiéndome.

—Sí que estás.

No le respondí. Me serví otro café aunque no tenía ganas de tomarlo. Mabel volvió a la cocina. Fue ahí cuando escuché algo que no encajaba en la mañana: un crujido suave, como madera doblándose. Venía de afuera.

Fui hasta la ventana. La casa del final de la calle estaba igual que siempre: quieta, gris, con ese jardín descuidado donde nada parecía crecer del todo ni morirse del todo.

Pero algo en la puerta, en el ángulo superior derecho, había cambiado. Un leve desprendimiento de la madera. Un golpe reciente, quizás. O un martillazo.

Sentí una especie de vacío leve en el estómago.

—No vas a ir hasta ahí —dijo Mabel detrás de mí.

No me di vuelta.

—No dije que iba a ir.

—No hace falta que lo digas. Te conozco.

Seguí mirando la casa. La calle estaba desierta. Pero tuve la sensación —fugaz, apenas una brisa en la nuca— de que alguien me estaba observando desde una de las ventanas oscuras.

Me quedé ahí un rato, sin moverme. No sé cuánto. Hasta que Mabel dijo mi nombre con un tono que no solía usar.

Cuando me giré, estaba blanca, sosteniendo su cuaderno de listas contra el pecho.

—Falta alguien más —dijo.

—¿Quién?

—La mujer del perro. La que vive al lado del taller. No la veo desde hace dos días.

No dije nada. Mabel cerró el cuaderno con cuidado, como si dentro hubiera algo que pudiera romperse.

—Te lo pido por favor —dijo—. No te acerques a esa casa.

Pero en mi cabeza, la imagen del martillo pasando de mis manos a las de Clara ya había encajado con un clic sordo. Y supe, sin querer admitirlo, que era demasiado tarde para no involucrarme.


.

CAPÍTULO 5

Esa noche no pude dormir. Me levanté dos veces, tomé agua, caminé descalzo por la casa. Mabel dormía en posición fetal, como si algo la hubiese recogido hacia adentro. Cada tanto hacía un ruido leve, algo parecido a un sollozo contenido. No la desperté.

Afuera, la calle estaba tan quieta que podía escuchar mis propios pasos dentro del living. Me acerqué a la ventana. La casa del final de la calle apenas se distinguía: una sombra más oscura entre las sombras. Pensé en Clara. Pensé en la mujer del perro. En el martillo que ella se llevó. En la puerta que parecía haber cedido un poco, como si alguien la hubiera golpeado con insistencia.

Al rato me volví a acostar. Dormité un poco. No sé cuánto.

A la mañana siguiente todo era igual. El sol sobre la vereda, los autos que pasaban despacio, el olor a pan tostado que llegaba desde alguna casa cercana. Mabel estaba en la mesa, con su cuaderno abierto. Tenía una taza entre las manos. No se dio vuelta cuando entré.

—Hoy no —dijo ella.

—¿Hoy no qué?

—No vayas. No toques esa puerta.

Me quedé de pie. Había algo en el tono, en la forma en que sostenía la taza, que me hizo sentir más cansado de lo que estaba.

Sonó el teléfono. Ella levantó la vista por primera vez.

—¿Vas a atender?

Asentí.

Era Diego. Su voz sonaba distinta, como si no hubiera dormido o como si llevara demasiado rato hablando con alguien que ya no estaba.

—Mi tía apareció —dijo.

Me quedé silencioso, esperando que completara la frase.

—Está en el hospital —agregó—. Dicen que la encontraron en la ruta, caminando sola. No hablaba. Como ida.

Pasó un rato antes de que yo pudiera decir algo.

—¿Dijo dónde estuvo?

—No. Y no creo que vaya a decirlo.

Diego respiró hondo. Había un ruido de fondo, alguien hablando por un altoparlante, pasos que iban y venían. Escuché cómo él hacía un esfuerzo por ordenar las palabras.

—Me preguntó por usted —dijo.

Eso me sorprendió.

—¿Por mí?

—Sí. Sólo dijo tu nombre y después se quedó callada. Quise avisarle. Nada más.

Agradecí y corté. Cuando me di vuelta, Mabel me miraba como si ya supiera lo que había escuchado.

—¿Qué pasó? —preguntó.

—Apareció.

Mabel cerró el cuaderno. Lo hizo despacio. Tan despacio que parecía estar pensando en cada pequeño gesto.

—Entonces terminó —dijo.

Sin embargo, al escucharla, supe que no había terminado.

Ni para mí, ni para ella.

Esa tarde, mientras Mabel dormía la siesta, caminé hasta la esquina. Me quedé un rato ahí, sin decidir si continuar o volver. El aire calentaba las manos. La calle estaba vacía. Sentí el impulso de dar media vuelta. Seguir con el día. Olvidarme.

Pero avancé igual.

Llegué hasta la casa. El portón seguía torcido, como si alguien lo hubiera empujado con demasiada fuerza. Las ventanas tenían ese brillo mate de cosas que no se usan hace años. No había ruidos. Ni un pájaro.

Me quedé frente a la puerta. Miré el marco. La marca estaba ahí: una hendidura leve. No podía asegurar que fuera un martillazo. Podía haber sido cualquier cosa. Podía no significar nada.

Toqué la puerta. Apenas un roce. No se movió.

Esperé un minuto o dos. Tal vez más. El tiempo se volvió una sola cosa larga.

Al final, di un paso atrás. Otro.

Seguí caminando hacia mi casa. No miré para atrás. No sentí que hiciera falta.

Cuando llegué a la vereda, Mabel estaba parada en la puerta, como si hacía rato estuviera observando.

No dijo nada.

Yo tampoco.

Entré. Cerré la puerta despacio. Escuché el clic del pestillo, suave, casi imperceptible.

Después apoyé la mano sobre la mesa. Respiré hondo.

Por un momento pensé en anotar algo. Dejar una palabra, un registro. Pero no lo hice. No había nada que pudiera explicar sin empeorarlo.

Mabel pasó a mi lado. Me tocó apenas el brazo con la punta de los dedos. Fue un gesto mínimo. Pero bastó.

—Vamos a estar bien —dijo. No sabía si lo creía. Yo tampoco.

Desde la ventana, la calle seguía ahí, igual que siempre. Pero distinta, de algún modo que no podía nombrar.

Y eso fue todo.




Comentarios

Entradas más populares de este blog

Elinor

The Impressionist 2

Ego